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Full text of "Melba Guariglia 2011 La Furia Del Alfabeto"

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La furia del alfabeto 
(deS'cuentos) 



Melba Guariglia 




ediciones letradura 







LA FURIA 
DEL ALFABETO 

(des-cuentos) 



MELBA GUARICHA 


La furia 
del alfabeto 

(des-cuentos) 



ediciones letradura 



© Melba Guariglia 


Diseño de tapa: Rodrigo Fió 


Melba Guariglia 
La furia del alfabeto 
1 a. Edición 2011 
Letradura 

Montevideo Uruguay 
letraduraed@gmail.com 


DERECHOS RESERVADOS 


Queda prohibida cualquier forma de reproducción, transmisión o archivo 
en sistemas recuperables, sea para uso privado o público por medios mecáni¬ 
cos, electrónicos, fotocopiadoras, grabaciones o cualquier otro, total o par¬ 
cial, del presente ejemplar, con o sin finalidad de lucro, sin la autorización 
expresa del editor. 


ISBN 978-9974- 


/A Mabel, mi hermana, 
de quien mi padre tomó 
su nombre para inventar el mío 



De la importancia del alfabeto, el alfabetismo y el acto de 
escribir nadie duda; de mi obsesión por las palabras y las letras en mi 
labor de editora y correctora, tampoco. Tal vez faltaría explicar que 
en diálogo con las palabras, en el oficio de la escritura y sobre todo en 
mi relación con las letras, he descubierto rasgos de su personalidad, 
características que las humanizan y las ubican al borde de la rebelión 
y la furia. 

Las letras me han contado todo lo que escribo, aunque de esto 
sí puedan dudar, pero más allá de la indiscreción que supone hacerlo 
público, me persigue la idea de desenmascarar el lenguaje cotidiano, 
un poco en broma y un poco en serio rescatar, desde un mundo 
interior, la comunicación perdida en los avatares de la exterioridad, 
sin perder de vista otros modos de contar ocurrencias, a la manera de 
los relatos breves y el “divertimento'\ 

La variedad de este volumen la conforma una selección de 
textos escritos en México y en Montevideo muchos años atrás, en el 
siglo pasado. Algunos publicados, en sus primeras versiones, en revistas 
o semanarios, otros inéditos, pero todos ellos abarcan la sencilla y a 


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la vez dura faena de escribir desde cualquier punto de vista, incluso 
en serio. 

En la zona de la expresión escrita, como en toda situación, 
hay hechos que resultan mas o menos significantes o significativos 
que pueden convertirse en ficciones a partir de las formas o de sus 
contenidos. Allí, los perfiles diversos se destacan como pequeños 
árboles que ayudan a comprender el alma del bosque y a desarrollar 
la capacidad de traducirla de letra a letra, palabra a palabra o de 
voz en voz, por eso tal vez no importe ponerles un nombre, porque 
son lo que son... 

MGZ 


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"... una sopa de inevitables letras." 

Melba Cuariglia 


"A negra, E blanca, I roja, U verde, O azul, vocales, diré 
algún día vuestros latentes nacimientos." 

Arthur Rimbaud 



CUENTO INTERMINABLE 


Al escritor mexicano Efraín Huerta (a su memoria), 
quien sonrió cuando le leí este relato 


...este cuento empezó antes, hace demasiado tiempo, pero 
lo continúo ahora que la máquina de escritura está desocupada. 
De súbito me asalta la inquietud, una leve comezón en ambas ma¬ 
nos, un cosquilleo en la punta de los dedos y ya no puedo contro¬ 
lar el movimiento rítmico en el teclado, como si escribir fuese un 
alivio a mis urgencias, un desahogo natural a las voluptuosidades 
cotidianas, una evacuación de palabras hasta ahora contenidas en 
el vientre de las multitudes. Me detengo sólo cuando presiento el 
hambre, el principio del sueño, en fin, sobre todo cuando me veo 
obligada a dejar esta bella maquinaria de letras porque a alguien 
se le ocurre dictar párrafos desagradables en el torso de la página, 
no sólo con imperfecciones, que vaya si las hay, sino por aviesas 
intenciones de dictadores compulsivos 

...en una época creí que el esplendor de las formas, el con¬ 
tinente de la textura sólo podría trasmitir el valor de la verdad, 
pero mi hábito investigador me llevó a descubrir propósitos di¬ 
versos y hasta contrarios a ésta. Así fue que me propuse indagar 


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en bibliotecas, librerías, editoriales, con el fin de observar la rela¬ 
ción de las letras con sus contenidos. Es más, llegué a sumergirme 
en sus emociones y a partir de allí medir los vaivenes grafológicos 
del alma. Hoy me siento capaz de articular espacios en cualquier 
territorio que se plasme en página, percibir el matiz de las pala¬ 
bras, diseñar ideas, expresarme entre líneas y decir, sobre todo, 
mis verdades cabalgando en el lomo de cada párrafo. Por eso, 
cuando me siento a escribir, como ahora, y poso las yemas de los 
dedos sobre la planicie de las teclas, es como si afinara o ejecutara 
el piano sinfónico del alfabeto y es imposible detenerme. Lo que 
más molesta a los críticos de mi entorno es que pierda los límites 
tradicionales y haga surgir vibraciones que ellos desconocen, o 
ensaye incesante una melodía apasionada hasta la más alta caída 
...las experiencias en aquellos tramos de mi vida agudiza¬ 
ron mi curiosidad por la escritura, por lo que me dediqué a en¬ 
señar caligrafía en diversos países del mundo. Durante las clases, 
en el instante de elaborar el grafismo rodeaba a mis alumnos con 
inscripciones en papel de arroz, como ejercicio ritual, los ungía 
con pulpa de pergamino y después, en hojas de dobles rayas prac¬ 
ticábamos marcas que significaran el sentido oculto del universo. 
A la vez que danzábamos en líneas corridas, nos metíamos en el 
fondo de la pizarra para desafiar a las mayúsculas que surgían de 
la tiza 

...para ampliar mis conocimientos viajé por continentes 
interpretando acertijos egipcios, ideogramas aztecas, hebreos, có¬ 
dices. Me extasié en la contemplación de la pictografía china, gra¬ 
fitos europeos, petroglifos cretenses. En contacto con incisiones 


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rupestres, pasaba suavemente la palma de la mano sobre las cica¬ 
trices de las piedras y advertía un torrente de palabras circulando 
por mis venas, penetraban serenas y se despeñaban en lluvia por 
cada uno de mis huecos. Al llegar junto a los fenicios a los már¬ 
genes de la escritura fonética, admiré símbolos indonesios, bir¬ 
manos, rusos, mientras continuaba mi labor junto con Cadmo u 
Odín, quienes me guiaban en la fascinación de escribir, describir 
y reescribir humanas huellas 

...en las puertas del salón de clase dibujaba letras con un 
cincel triangular y puntiagudo; detallaba signos en los zócalos 
o en las tablillas del piso con tal plenitud que recibía aplausos 
de los estudiantes, mientras se conmovían las tapas duras de los 
cuadernos. “La tinta es sangre de animal salvaje, las teclas el tacto 
ceremonioso de las letras, el texto una nueva posición amorosa”, 
les decía a mis espectadores. Y llovían lápices, bolígrafos, lapice¬ 
ras, en ovación, sobre el piso interlineado de la escuela 

...cuando una vez encontré un sobre dirigido a mí en el 
umbral de mi casa, suspiré dichosa. Recorrí líneas de la página 
escondida en su interior sin reparar en los dichos, pero qué ritmo 
potente en el pecho, qué intenso goce me asaltó entonces. Porque 
escribir, como ustedes saben, es un acto compartido, un encuen¬ 
tro universal entrecruzado por surcos apenas visibles. Acontecía 
en mi piel una aguda correspondencia de tipos impregnados de 
colores, sabores y fragancias... 

...después del aula, fue el “escriptorio” de la casa mi ins¬ 
trumento preferido; hubo un tiempo en que pasaba horas exa¬ 
minando enciclopedias en busca de pistas para descubrir nuevos 


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caracteres letrísticos; con los codos apoyados sobre la mesa recogía 
historias de abecedarios y me anegaba en sus fuentes. El amanecer 
me hallaba sentada sobre las piernas cruzadas o tendida en el piso 
transcribiendo textos del sánscrito, tejiendo monogramas, deli¬ 
neando estampas, bordando imágenes. Urdía códigos enrollados, 
devanaba antiguos borradores, mientras Thot cincelaba jeroglífi¬ 
cos que yo traducía, impulsándome a enfrentar a los escribidores, 
vapuleadores de la escritura, a quienes en ese tiempo autoritario 
empecé a conocer. Solo procuraba pasar del símbolo a la sencillez 
de tomar el instrumento y dejarme llevar por el ansia de construir 
un puente hasta la consumación final 

...pero no es fácil edificar esa prodigiosa ingeniería, no se 
explica por sí mismo lo escrito, no oímos lo que la página dice, al 
misterio de la letra se suma el misterio de la palabra y a ella el del 
texto. No basta la intención de quien escribe, como yo pensaba, 
para nombrar. Hay miradas oblicuas, puntos de mira, el centro es 
invisible: un grito silencioso esculpido en una sola piedra por histo¬ 
ria de muchedumbres. Se cae en pretextos sobre significados o sig¬ 
nificantes, se juega con cambios en las letras y en rayas demasiado 
horizontales que muestran en el fondo un único rasgo verticalísimo 
...todo esto reflexionaban mis manos en movimiento 
mientras aprendía la esencia de escribir, en el curso y transcurso 
de las décadas. Es lo que ahora siento, en el engranaje de mi físi¬ 
co, cuando palpo el espíritu de esta máquina en que les relato mi 
búsqueda desde los primeros balbuceos, tal como me lo trasmi¬ 
tieron mis antepasados. No sé si ustedes, mis lectores, interpreta¬ 
rán esta historia que apenas comienzo, pero mi deseo es saborear 


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palabras innombrables, soñar páginas imposibles, traducir la cara 
de todos los lenguajes, ejercitar con lucidez el oficio de la ceguera 
...hoy las paredes de este lugar son murales poblados de 
frases con signos escritos por mis padres desde mi nacimiento, en 
dialectos que he reconocido a lo largo de mi viaje por los siglos, 
aunque no sepa aún el sentido. El mobiliario luce bajorrelieves 
etruscos, las luces se cruzan en reflejos de viejas representaciones 
tipográficos, las sábanas están cubiertas por escrituras babilóni¬ 
cas, la túnica, que poco a poco he ido abandonando, es de retazos 
manuscritos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Si 
comencé a escribir en los muros de la ciudad fue porque no me 
permitieron escribir en sus calles hacia un punto de fuga, como 
anhelaba, eliminar las señales de tránsito y pintar en su lugar el 
nacimiento de las vocales. Inventé palabras cuando suprimieron 
las que eran causa de mi embeleso y censuraron aquellas que nos 
unían, y las miles y miles de cláusulas que entrego en sobres al 
vigilante setentaisiete veces al día es porque no han vuelto a escri¬ 
birme desde que encontré ensobrada aquella carta de despedida 
a las puertas de mi casa. Ahora no lograrán detener el caudal 
de la escritura que en concierto emerge desde algún sitio impla¬ 
cable ningún dictado ni ninguna pausa es ya posible el conti¬ 
nente me atrapa para liberarme y espero la bienvenida dejo que 
ustedes lo cuenten después de mí para que nadie se olvide mi 
piel arrugada se expone al riesgo del tajo profundo del buril que 
empuño hoy seguiré escribiendo contracciones y conjunciones 
aunque sea con las uñas entintadas sobre mi cuerpo para que 
estecuentonoterminenunca... 


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ALTERNATIVA AUTÉNTICA 


/\ A. hace taaanto 


Reconozco que la letra A no me es indiferente, tiene un 
contenido trascendental para mí. Eso sí, no me pregunten el 
motivo. Muchas veces tenemos sentimientos confusos y pocos 
pretenden aclararlos, quienes lo consiguen suelen terminar en la 
cárcel, en el mejor de los casos en algún asilo, apartados y aislados 
al fin. Yo no quiero complicarme la existencia, lo que sí admito es 
que me agrada esa letra. 

Cuando era niña me regalaron un ábaco y unos cubos para 
aprender a leer, y al ver aquella luminosa letra en relieve sobre 
uno de los lados quedé asombrada. A partir de allí conocí a la 
letra A y supe que mi destino estaría ávidamente atado a ella. 

En la escuela dibujaba mis aes con tal habilidad que mis com¬ 
pañeros me llamaban Aíta, un poco en broma, sin saber que yo me 
sentía más que orgullosa al pensar que algún día podría llegar a pare- 
cerme a esa hermosa letra, ya fuera grande o pequeña, vacía o plena. 

Mis maestros admiraban mi caligrafía de trazos seguros y 
variados; con el tiempo en cualquier escritura mis aes florecían, 
abiertas amapolas sobre la pradera de un álbum. Me gustaba 


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dibujar ramos con ellas, y hasta llegué a creer que serían capaces 
de alentar vida y bailar entre las hojas de los libros o en andas de 
una agenda, alegremente. 

Por esos días fue que a mi casa llegó un anónimo que decía: 
A te engaña con A. Sé que mi madre lo quiso ocultar pero yo lo 
vi y recibí una gran decepción al admitir que se puede faltar a la 
verdad sin dar la cara, valiéndose de una sola letra indefensa sin 
autor que abogue por ella. Esa vez lloré de impotencia porque 
nadie merece ese amargo agravio. 

A medida que fui creciendo descubrí nuevas categorías de 
A: minúsculas, mayúsculas, redondas, imprentas, itálicas, ariales, 
aldinas, en fin, a los 18 años había encontrado 124.857 tipos dis¬ 
tintos en diversos cuerpos (y almas). Afanosa seguía la aventura, 
porque una adicción abrumadora me unía a ella. 

Adolescente me reconcilié con la Humanidad y me anoté 
en estudios de Abogacía para aconsejar en actas, apelaciones y 
acuerdos, sobre todo para absolver, no para asaltar. Un día pa¬ 
seando por un área de altos árboles en ancas de un asno, vi un 
corazón tallado en un abeto. Habían grabado la corteza con una 
aguda abertura y en medio del corazón decía: A ama a A. Allí, al 
amparo de los álamos aspiré admirada el aroma del aire leyendo 
poemas de Agustini y Alfonsina y me sentí un aeda. 

Pero, como les contaba, hay altibajos en todas las historias: 
agobios, ahíncos, agujeros en el ánimo; cuando me veo obliga¬ 
da a trabajar observo que no todos ponen atención a las letras. 
Hay una tendencia masificadora que deja de lado la belleza de 
la peculiaridad. Aparecen los métodos globales, la globalización. 


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los globos de aire; por ende, las letras pierden su identidad y se 
desinflan. Antojóseme, entonces, rescatar a mi adorada letra de 
tanta animadversión. 

Lo cierto es que mis aspiraciones no siempre son acep¬ 
tadas, por eso no me fue fácil retener amores, pero por esos 
años descubrí la importancia de la amistad, que empieza con 
A, y resolví emprender la búsqueda de amigos cuyos nom¬ 
bres se iniciaran con ese signo altivo, no altanero. De ese 
análisis podría afluir el afecto que ascendía ardiente por mis 
arterias. Así fue cómo conocí a Alicia, Alvaro, Alberto. Con 
ellos conocí el amor y el arte por amor al arte. Acontecieron 
después Ana, Andrés, Alejandra, que apoyaron mi alicaído 
ánimo. 

Aprendí mucho: el altruismo, el abrazo, la lucha empren¬ 
dida con amplia alegría y a escribir la arroba de la comunicación 
cibernética, además. Supe también hacia dónde ir, por supuesto, 
arriba y adelante, nunca atrás. Ahora bien, ya les dije que a mí no 
me gustan los conflictos ni las armas, pero existir en este mun¬ 
do de incomunicación alevosa es un desafío, y mi alter ego me 
adoctrinaba, aunque al acaecer nuevos aciertos en las acogedoras 
letras, el alfabeto comenzó a atormentarme. Antes no me impor¬ 
taba tanto como ahora, aquí empezó a importarme más que allá, 
de modo que inicié un proceso de discriminación aística que me 
llevó a pensar que ya no podría vivir sin la letra, porque A for¬ 
maba parte de mi casa y de la tuya, de la cAsa que amorosamente 
habíamos construido entre autores, y de mi propio nombre, es 
decir de mí mismA. Me repetía, “A es igual a A”, con Aristóteles, 


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y me aliviaba. Así llegué a la antigualla de crear un ático de papel 
donde “abitar”. 

Abstraída actué en forma absurda, ansiosa, no abusiva. A 
solas con mi diccionario alfabético anexé abundantes aportes a 
mis ahora definidos intereses aístas. Acabar con palabras que no 
condecían con el espíritu acorde a la altura de la A fue una acción 
ineludible para ampararla. No era posible que se utilizara tan be¬ 
lla letra para comenzar palabras como abandono, adefesio o asco. 
En ese período fue cuando presenté el proyecto de modificación 
y reforma de la lengua castellana a la Academia, apoyada por al¬ 
gunos ángeles y artistas. A de ninguna manera podría acongojar, 
asesinar, aburrir, acallar en palabras de tan alarmante contenido. 

Sé bien que las relaciones humanas se hacen más complejas 
para los que procuramos cambiar la apariencia para afirmar la 
hondura. Hay personas que no entienden el valor de las pequeñas 
cosas y ni siquiera buscan algo más alentador, ni en las palabras, 
ni en las letras. Por eso no me han hecho caso todavía, tal vez 
algún año alguien acepte algo y asuma alguno el atrevimiento de 
no hacer como el avestruz. 

A mis letras me debo, mejor dicho A mi letra, por lo que 
seguiré afirmada en la Alternativa Aística para alentar en la cam¬ 
paña de las elecciones abecedarias. Tal vez, los más amplios me 
acompañen. Aunque ella es acérrima, parecida a un buey cabeza 
abajo, sin ánimo de agredir. 

No es posible vivir sin anhelos, apetencias, antojos. 
Confieso que me arroba bostezar porque cuando abro la boca 
digo Ah, cuando suspiro de placer pronuncio apasionada Ay; ayer 


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anduve activa por actuar armoniosa y artística, ahora ando ar¬ 
diente y audaz con mis amantes. A aquellos que no me compren¬ 
den les digo que la A es la primera letra del alfabeto, la primera 
vocal, la primera preposición, es el as y el alfa de las letras, la vocal 
más abierta, la primera actriz de la asociación de autores amigos y 
aliados, y de la acción atlética de actores acróbatas. 

Apreciados Americanos Artiguistas, creo que tendríamos 
que articularnos sin armar líos ni atiborrarnos de arribismos. 
Aunque Aún sean muchos los que no se Animan a Apoyarnos en 
este mundo Ancho, Ajeno y Abollado. 

Les repito, si me preguntan no sé qué me trajo acá, ¿fue 
Amor A primera vista en los primeros Años?, ¿una afición atroz? 
¿un absorbente Aburrimiento? Auténtica y afortunada puedo 
decirles que yo la Amo y creo que ellA tAmbién me AmA, en 
estA ambigua y anonAdada Aspirante a algo que soy. Quizás todo 
hayA sido porque desde muy pequeñA uso Anteojos, o A lo me¬ 
jor, porque nAcí en el mes de Abril. 


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EL PLACER DE LEER 


Aun cuando en aquellos tiempos cada día se presentara 
con arduos matices, ellos tenían en común el placer de la lectura. 
Asomados a las páginas de los libros, iban, vehementes, a la bús¬ 
queda de algo más que deletrear una escritura artística, preten¬ 
dían dar un paso trascendental en el goce perfecto de leer. 

Los seis conformaban un grupo atípico; leían en voz alta 
degustando palabras, paladeando el sabor añejo de la lectura en 
un mismo odre. No habían llegado allí atraídos por la costumbre 
de sus tareas cotidianas, ninguno estaba cercano a la literatura 
más que por nostalgia, pero una maraña interior -un peligroso 
juego -de difícil diagnóstico- los impulsaba a reunirse en ese an¬ 
tiguo local donde viernes a viernes, sacudiendo el polvo de los 
sillones, se sentaban a leer. 

Desde una larga mesa, al fondo del depósito —utilizado al¬ 
guna vez para entrada y salida de mercaderías— Alejo, único in¬ 
tegrante masculino del grupo, proponía textos, subrayaba frases, 
entre pilas desparejas levantadas sobre el cuadriculo de las baldo¬ 
sas. En su juventud —la calvicie lo hacía mayor— Alejo se había 


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dedicado al comercio, labor que se vio obligado a abandonar en 
aciagas circunstancias políticas. Sin embargo, conservaba intacto 
el recuerdo de un aroma singular a papel entintado, compañero de 
sus mejores días. Cuando ese olor a libro reseco revoloteaba grácil 
en torno de sí, su nariz —proporcionada al óvalo de su rostro— pa¬ 
recía agrandarse, erigirse sobre el horizonte, y él, como si estuviera 
dominado por un estímulo desconocido, perdía su natural timidez y 
sonreía satisfecho. Entonces, adoptaba una actitud docente, gracias a 
la cual había sido elegido coordinador del grupo de lectura. Lo cier¬ 
to es que su experiencia anterior, relacionada con la distribución de 
materiales literarios, lo convertía en pieza fundamental para detectar 
cuanta obra interesante estuviera escondida por ahí. 

Los procedimientos seguidos por los lectores consistían en 
seleccionar los textos, el número de páginas a ser leídas, el nom¬ 
bre del encargado de la lectura, el cual variaba de acuerdo con un 
calendario previsto, y las medidas necesarias para mantener vivos 
los sucesivos encuentros. 

El acto daba comienzo cuando Susana —ex operaria del 
taller, de edad mediana y grandes lentes de aumento—, espe¬ 
cializada en seguir las líneas con la vista, hacía un movimiento 
enérgico con la cabeza, de modo que su flequillo veteado de canas 
bailara sobre su frente, igual que un director al inicio de un espec¬ 
tacular concierto. Durante la lectura ella contenía la respiración, 
embargada de silencio, instalada en el centro mismo del éxtasis. 
El movimiento de la mirada de izquierda a derecha permitía a los 
demás percibir que no terminaba muriendo. Y de allí arrancaba el 
renacimiento con una modulación rítmica espectacular. 


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El caso de Zully era especialmente curioso. Ella leía desde 
el principio, es decir, desde el nacimiento de la cultura, o de sí 
misma, o de su propia solemnidad. Representaba la pasión de los 
dioses, el culto a la comunicación simbólica, aunque, y tal vez por 
ello, no siempre era comprendida. Se dolía del paso de los minu¬ 
tos si se suspendía la lectura por causa de menesteres demasiado 
vulgares para ella. Solía caer en espasmos ante palabras que con¬ 
sideraba insuperables, y las repetía con frenesí. Mostraba cierto 
agobio a veces pero, en realidad, hallaba su equilibrio en ese es¬ 
pacio semioscuro, de vidrios de claraboya, por donde se filtraban 
nítidas las voces de los lectores, entre las cuales la suya golpeaba 
de pared a pared como en juego de pelota vasca. 

Magdalena y Gaby compartían la cautela de seguir párrafo 
a párrafo la persecución de los vocablos en lentísima modulación, 
ante la temerosa perspectiva de que éstos se lanzaran sobre ellas. 
Aguzaban el oído con una especie de tic que las hacía mover la 
oreja en forma casi imperceptible —como el perro orienta su pa¬ 
bellón auditivo hacia el lugar de donde proviene un reconocible 
ladrido— e incluso, escoltaban con algún gesto de sus manos las 
notas acompasadas de la lectura. Ambas se complementaban en 
diálogo, como en un dueto en un escenario, alternando cláusulas 
una a una. 

A Laura, la más joven del grupo, parecía tenerla sin cuida¬ 
do la forma de leer o el estilo de los autores, imbuida por el en¬ 
tusiasmo que le provocaba el contenido, como si desprendiera el 
continente del texto, lo elevara por encima de la voz, y éste que¬ 
dara flotando entre las paredes húmedas dejando al descubierto 


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las palabras descascaradas, en carne viva. A veces ella dejaba caer 
alguna lágrima sobre el libro abierto, lo cual —en medio de su 
protagonismo— ocasionaba inquietud al resto del grupo abstraí¬ 
do en una acción culminante. En esas circunstancias, la interven¬ 
ción atinada de Alejo, sagaz, al continuar la interrumpida lectura 
con su voz cálida acercaba serenidad, parecía arrullar los conteni¬ 
dos amparándolos bajo la silueta de un abrazo. 

Ese aterido lugar destilaba un vaho tibio de páginas escri¬ 
tas, desde cada libro recreado por el acto de leer y de beber el 
aliento de los lectores entregados en una corriente de vida. Todos, 
unidos en el placer se adentraban sin pudor en un universo de 
hojas donde cada uno, desde su propio mundo, imprimía el tono 
preciso de su voz, como un musical instrumento. 

El viernes habían llegado temprano, ocupados en desalo¬ 
jar estanterías que aún mostraban, en largas hileras, lomos de li¬ 
bros recubiertos de polvo. Como el sitio estaba frío, fue necesario 
apretar los sillones en semicírculo para que los volúmenes elegi¬ 
dos, desnudos en manos de los lectores, se entibiaran y pudieran 
sobrevivir. En medio de aquella noche, en un punto del embeleso 
de donde ya no es fácil regresar, nadie escuchó —sobre la palabra 
del lector de turno— cómo los pesados pasos invadían atropella¬ 
dos las instalaciones del taller de imprenta del coordinador. 

Los uniformados, fusil en mano, revolvían cada espacio 
ávidamente y desparramaban tomos por el piso, castigando sus 
tapas con violencia, mientras los lectores se abrazaban para miti¬ 
gar, ya no el frío, sino la tristeza de la visión del destrozo progre¬ 
sivo. Ahora sí, cada uno de ellos escuchaba el sonido del pliego 


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rasgado, los manotazos certeros, como aullidos desde el fondo de 
las palabras arrojadas contra las paredes. 

Las estropeadas encuadernaciones diseminadas en el espa¬ 
cio del depósito, sin embargo, pudieron huir hacia el cielorraso 
por animación de las letras encaramadas en el papel. Volaban en 
hojas sueltas por el aire helado de una a otra esquina del techo 
exhortando en frases a la rebelión. 

En tanto, los lectores con asco y asombro se veían arrastra¬ 
dos a empujones hacia la puerta. Fue en ese momento que Zully 
corrió imparable hasta la ventana, abriéndola de par en par, y 
mientras el viento irrumpía por todo el lugar, su voz salió despe¬ 
dida en un hondo grito hacia la calle. Allí mismo, sus compañe¬ 
ros presenciaron en silencio cómo montones de páginas liberadas 
se dispersaban en la lejanía. 


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BALANCE DE UNA BATALLA 


Cuando la letra Be asumió su verdadera personalidad, mu¬ 
cha gente que la rodeaba pensó que parecía bastante voluptuosa. 
Sus líneas mostraban cierta dimensión sensual que la diferencia¬ 
ban de las demás letras, sobre todo la mayúscula, porque la mi¬ 
núscula pretendía pasar inadvertida con un aire de em(b)arazosa 
maternidad que no a todos convencía. A pesar de que había naci¬ 
do como un rígido rectángulo parecido a una casa. 

Desde el principio ella había tenido resquemores hacia la 
letra A, porque el Aura de ésta primaba sobre los demás caracteres 
del alfabeto, y su altura la definía como alegre y amable, tanto 
que la Be no podía menos que sentirse en un segundo lugar. 

Sin embargo, sus problemas más serios eran con su her¬ 
mana Ve, más aun desde que a ésta habían dejado de decirle Ve 
corta para llamarla Uve. Una forma sutil de distinguirla, ya que 
su sonido no existe en el castellano. 

En verdad, la competencia permanecía por las confusio¬ 
nes que se planteaban entre las letras y por lo que ellas repre¬ 
sentaban para escritores y lectores. La Be, en ocasiones, se sentía 


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desplazada, aun cuando era poseedora de un considerable volu¬ 
men de palabras. Quién sabe qué pensaría la Ve, pues en buen 
romance “vivir es beber”. 

Líos, desconciertos o no, la Be se creía más importante que 
la Uve. Balbuceaba argumentos sobre bases bibliográficas y caía 
en discusiones bizantinas sin brillo. Afirmaba que en el idioma 
castellano se la identificaba con lo bello, en cambio a la Uve, casi 
Uvita, sin pizca de romanticismo, con el vello; y aunque ésta, en 
su cortedad, quisiera causar equívocos, nunca lograría su beati¬ 
tud y belleza. En el inconsciente de esta letra existía la remota 
rivalidad de no haber sido incluida en la palabra “vida”, que le 
correspondía por origen y que secretamente amaba más que a 
otros vocablos. Esa vieja Ve no tenía su génesis griega, reclamaba, 
¡solo es una sin vergüenza! 

Por lo demás, se consideraba bonita y buena, cuando be¬ 
lleza y bondad son cualidades apreciadas por la mayor parte de 
la Humanidad, así que vaya valla. A pesar de esto alguna gente 
del medio literario la consideraba boba, es cierto, pero era el 
riesgo de su coquetería. Había llegado a extremos de banalidad, 
contaban: bebía botella tras botella adorando a Baco en ban¬ 
quetes, bailaba boleros en barra y batucadas brasileñas en los ba¬ 
rrios, jugaba barajas buscando birlar bastos, miraba el básquet 
desde las bancas, bautizaba bolas de billar y batía palmas con las 
bandas del baile. No era tan grave, pero algunos buitres se em¬ 
peñaban en destruirla a lo bestia, lo sabía. Argüían que era una 
burla para el lenguaje, que creaba beligerancias en la escritura y 
no era bien-venida. 


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No obstante, ella no era burra y estaba dispuesta a enfrentar 
todas las batallas, brincar bardas y barreras, barrer basura si fuera 
necesario para triunfar. Tampoco era burda ni basta como preten¬ 
dían sus enemigos a causa del vasto conflicto con su hermana Uve. 
El hecho de que ésta fuera más antigua no le arrogaba el derecho de 
tratarla como bribona y bandida, sostenía: al fin y al cabo era una 
Be grande, la otra sólo una Ve chica con mucho de vulgar. 

Una vez dijo basta y le propinó una bofetada a la Uve, cuan¬ 
do la corta intentó rebelarse revelándose, pero ¿quién se creía? La 
larga tenía el bachillerato, bolsa y bolsillos llenos de billetes, en 
cambio la viperina era una vil vividora. Sin dudas, entre bienes 
y vienes, barón y varón, botar y votar, baca y vaca, hay buenas 
diferencias que bien bailan y bien vienen, blandía convencida. 
En esas condiciones se beneficiaba de su amistad con banqueros 
y bonificaba sus ganancias con balances benévolos en su propio 
bienestar. Para sus otras hermanas del alfabeto tenía sólo blasfe¬ 
mias, comentaba que eran una banda de bárbaras y babiecas, lo 
que develaba un problema de identidad que le impedía admirar a 
alguien más que no fuera a sí misma. Es más, basada en su torre 
de Babel manifestaba que su pronunciación permitía el paso bre¬ 
ve del aliento por la boca, pero por los labios, no por los dientes. 

Los problemas sobrevenían cada vez con más brío hasta 
que las compañeras del grupo letrístico comenzaron a incomo¬ 
darse. La Be mostraba una posición claramente bélica, hablaba 
de bombas y balas, y no parecía broma, por lo cual todo el abe¬ 
cedario se reunió en pos de una solución al brete acontecido en 
el vocabulario. 


33 


No era posible permitir el vandalismo entre las letras que 
conforman las palabras en una lucha vana y barata como la com¬ 
petencia. En esta batalla, los de afuera del lenguaje aprovecharían 
para dividir y acallarlas aún más. Era evidente que la Be no tenía 
conciencia definida del verbo ni de los valores, por lo que había 
que dejarla en banda o ponerla en su sitio. 

El bochorno que sintió la Be larga cuando le hicieron notar 
su barriga no foe tan grande como cuando le informaron la reso¬ 
lución de la asamblea del alfabeto: que si no terminaba con sus 
deformaciones burguesas y su básica brutalidad, la borrarían de la 
Biblia, del Budismo, de los cuentos de Benedetti, de los poemas 
de Borges, de las películas de Buñuel, la dejarían sin besos, sin la 
balanza de la justicia, y se quedaría para siempre en la burocracia. 


34 


LAS HUELLAS DEL GATO 


Leticia encendió un cigarrillo aunque no fumaba, puso al 
fuego la cafetera aunque no tomaba café y se sentó a la mesa con 
la intención de escribir. Hacía ya tiempo que deseaba intensa¬ 
mente hacerlo, pero el cansancio de todas las horas sobre ella 
parecía provocar que sus letras brotaran en forma de graciosos 
dibujos, no siempre entendibles. Sin embargo, a pesar de todo, 
estaba convencida de que alguna vez podría desbordar aquella 
inquietud escondida en su interior. 

Antes que nada, mejor dicho antes de encender el cigarro, 
poner al fuego la cafetera y sentarse a escribir, había buscado lápi¬ 
ces, elegido pinturas de diversos colores, lapiceras, tizas y garabatea¬ 
do la hoja que ahora lucía sobre una mesa llamada por ella su escri- 
torio.También había escogido una serie de revistas ilustradas en las 
cuales, con algún subrayado sobresaliente, se hablaba del oficio de 
escribir, del arte de la lectura y el estilo, de la magia de los signos, a 
las que apiló en una especie de torre inclinada cerca de la silla. 

Aun cuando la cocina no tenía el mejor aspecto ni la am- 
bientación adecuada para la ocasión, se dijo, tampoco era un 


35 


lugar inhóspito. El calor llegado desde el fogón como viento del 
trópico y los maullidos desaforados del gato, su compañero, la 
unían a un mundo que se antojaba irreal, pero suyo. “Como si 
estuviera en la selva”, sonrió. 

Un olvidado sacapuntas y una goma de borrar aparecieron 
en el cajón de los cubiertos; encontró un bolígrafo de doble punta 
extraviado, mientras se enorgullecía de pensar que no era de las 
perdedoras de objetos. Por el contrario, la entusiasmaba acumu¬ 
lar todo cuanto le pareciera de utilidad. 

De su única habitación había acercado una lámpara azul 
que instaló sobre la mesa, hojas de papel de diferentes tama¬ 
ños, seleccionadas al azar entre un montón de bolsas de plás¬ 
tico, dos carbónicos gastados en el centro, una carpeta dura 
hallada en el fondo del armario, un par de cuadernos con al¬ 
gunas páginas inexploradas, y ahora sí, después de todo, se 
decidió a escribir. 

Como se sentía encerrada abrió la banderola que estaba a 
su izquierda; el viento del anochecer hizo bailotear los cabellos 
sobre su rostro y le dio cosquillas. La entornó y volvió a sentarse, 
esta vez cuidando de poner sobre el asiento el almohadón pintado 
a mano por ella. 

El cenicero, se dijo, faltaba un sitio donde descansar la fi¬ 
gura del cigarrillo y la brasa indefensa de la ceniza que caería, 
tampoco estaba el abrecartas, la engrapadora, los marcadores, el 
portalápices, aquellos elementos encontrados quién sabe cuándo 
en quién sabe dónde, pero útiles. Ubicó mentalmente los posibles 
lugares en donde cada cosa estaría guardada, y fue directamente 


36 


hasta ellos acercando de paso un pisapapel con forma de búho 
que había quedado distraído en el frutero. 

Por fin tomó aire al tiempo que el lápiz negro, el cual mo¬ 
lestaba la piel de su dedo índice: “falta de costumbre”, suspiró 
profundamente. En un instante soñó con una computadora, una 
autómata productora de palabras que redactara todo aquello no 
dicho, o que escribiera sola, por su cuenta. 

El olor del gato no la dejaba concentrar. Trató de pensar sólo 
en aquello que deseaba trasmitir, como le habían dicho, pero solo 
veía a una niña llorosa con su cara, un libro de escuela destrozado 
una y otra vez... El humo del cigarro se le metió en la mirada 
cuando el ojo miope pedía lentes. Increíble haberlos olvidado en 
esta circunstancia, caviló, pero ya se había habituado a ver sin ellos. 
A Leticia le parecía que éste era el momento indicado para usarlos. 

Los lentes ajustados a la nariz, entrecerrando los párpados, 
ella realizaría su sueño de escritora sin contratiempos, escribiría 
lo que siempre había deseado. Todo estaba dispuesto: los codos 
sobre la mesa, ahora un bolígrafo flotando entre los dedos, la hoja 
blanca aguardando como a la espera de una decisión fantástica 
que le permitiera revelarse por fin. 

Cuando apoyaba la lapicera resuelta a correr el riesgo de 
expresarse, el gato dio un brinco, danzó sobre los papeles expec¬ 
tantes sobre la mesa. En el centro vacío de la página quedaron 
huellas, en un itinerario sin rumbo, como puntos y comas de 
unos dedos delineados simétricamente. 

Fue entonces, al recorrerlas con la vista aumentada, cuando 
Leti vio con claridad lo que intentaba decir por escrito: la cocina 


37 


donde pasaba la mayor parte de su tiempo, los trastos sin lavar 
que ya detestaba, el tarro de la basura forrado del diario que no 
sabía leer, el café que ya golpeteaba la tapa de la cafetera, y esas 
ansias de escribir que le llegaban desde aquel día cuando tuvo que 
dejar indeleble la huella de su pulgar en el espacio de la firma. 


38 


una opción considerable 


Aquel día, cuando comencé a escribir, sentí una molestia 
progresiva hasta el punto de temblar de indignación. Era otra jor¬ 
nada de trabajo con la guardia intermitente de mi jefe desde su bien 
ubicado mirador, y esa interacción alevosa, rutinaria entre ambos. 

Reflexioné sobre algunos aspectos del lenguaje escrito y de¬ 
cidí verter las ideas de una vez; demasiado tiempo me han hecho 
perder sueño y vigilia y llegó la hora de ver la sombra de mis 
palabras, una a una, no importa con qué visor. 

El tema de la escritura me ha obsesionado un tanto, lo re¬ 
conozco, pero ya no puedo continuar con meros juegos intelec¬ 
tuales sin divulgar mis cavilaciones maduramente. Si no, se me 
atraganta el abecedario y empiezo a destilar una tinta ácida, ideal 
para mi úlcera gástrica pero no para mi irónica esdrújula. 

Fue entonces, mientras dialogaba con el teclado de la mᬠ
quina de texturar, cuando percibí que la causa de mi inquietud 
era la altura de las letras: 

Son evidentes las diferencias entre ellas, algunas sobresalen na¬ 
turalmente sobre otras, a simple vista un texto semeja el perfil de una 


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ciudad en el horizonte, casi no se usan las letras cuadradas, pero existe 
una deliberada e injusta diferenciación entre las llamadas mayúscu¬ 
las y minúsculas. Con las primeras se pretende imponer autoridad o, 
mejor dicho, expresar un grado superior, disminuir a las segundas sin 
tener en cuenta sus contenidos ni el lugar que ocupan. Porque las mi¬ 
núsculas son miles de voces emergiendo de pequeñas torres. Entonan 
un coro diverso y sólido. 

En ese instante el jefe pasó a mi lado dejándome caer una 
mirada de desprecio. Era una actitud tan cotidiana de su parte 
que no me intimidó, levanté levemente la cabeza y seguí teclean¬ 
do con pasión las letras de mi piano de escribir, pequeños tonos 
de alumbramiento textual: 

A veces se escriben palabras con mayúscula cuando se refieren 
a algo determinado, por ejemplo a alguien: Don, Señora, Señor. Sin 
embargo, amante, persona, compañera o compañero se escriben con 
minúscula. ¿Han visto semejante absurdo? En ocasiones la mayúscula 
está en fechas, en los meses del año, pero jamás aparece en la palabra 
tiempo, calendario o agenda. ¡Qué reglas disparatadas! Se establece 
que los nombres propios deben escribirse con altas, así se las llama, 
porque implican particularidad. Pero ¿quiénes son los propietarios? 
¿Acaso los millones de Marías y Juanes demuestran identidad a causa 
de la letra mayúscula? En cambio, madre, hermano, amiga, se escri¬ 
ben con minúscula sin discusiones sobre su peculiar inicial. ¿No será 
que nos distinguimos por razones más nobles que los nombres más o 
menos encumbrados? 

Esta vez, mi jefe se detuvo frente a mí y de su enorme boca 
brotó una lluvia fina de saliva entre frases hirientes que de tan 


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repetidas en mis oídos ya no me tocaban. Pasaron sobre mí como 
mosquitos zumbadores sin llegar a distraerme y continué ejecu¬ 
tando mi melodía: 

Después de punto, las normas académicas obligan a comenzar 
la escritura con letra mayúscula, desde que ésta dejó de ser la única 
figura en el primer alfabeto. Las cláusulas, pienso, tienen la misma 
trascendencia salvo que los escribientes decidan destacarlas por su mi¬ 
sión comunicante. ¿Por qué empezar con grandes y no con chicas, con 
altas y no con bajas? ¿por qué al inicio y no al final? He descubierto 
en este tema un ánimo de poder sobrecogedor, una oposición que 
necesita resolverse en convivencia con las letras, en el ejercicio diario 
de la escritura, en el oficio de elegir la forma de acercarnos, sin exal¬ 
taciones personalistas ni reverencias. 

Cuando la preocupación por el asunto creció provocándome 
un desasosiego que me apartaba de los más elementales menesteres, 
decidí consultar a un escribano para plantearle mi tesis y legalizar 
una demanda en contra de editores y correctores sumisos. Me dije: 
en mi carácter de escribidora tengo que impedir cualquier intento 
de discriminación en el lenguaje escrito pues, al fin y al cabo, si 
todos tenemos los mismos derechos, también las letras. 

Pero la escribanía pretendió apabullarme con palabras rim¬ 
bombantes para justificar el uso y abuso de la orgullosa letra, lla¬ 
mada capital como la peor pena, y consideró inconsistente mi 
planteo. Los escribanos no merecen llamarse así, porque no de¬ 
fienden el lugar etimológico de su profesión; por lo menos digo 
este tipo que encontré en la sección jurídica de la planta alta, 
alejado de la planta baja: 


41 


Ya no es posible continuar el trabajo con naturalidad una vez 
comprobadas las malignidades que se cometen con letras pequeñas de 
bajo perfil los arrebatos emocionales sufridos por éstas cuando se opta 
por la jerarquía y son sometidas a las arbitrarias decisiones de quienes 
las utilizan. Las miro cabalgar en esta máquina sin la participación 
de un subrayado o de otra herramienta que las destaque. Son vícti' 
mas de una voluntad ajena, no de la mía. 

Hoy resolví escribir esto a riesgo de desprestigiar mi imagen y 
de recibir motes poco creíbles en el arte plumífero, pues quien más 
quien menos tiene su verdad guardada entre montones de páginas 
escritas en cualquier tipo de idioma. 

En esta circunstancia, el jefe golpeó con el puño sobre 
el escritorio. Fue un golpe sordo, opaco, como de aire compri¬ 
mido, más que una forma de llamarme la atención fue como 
una descarga de fusil. Levanté la cabeza con cierto agobio, pero 
no lo miré y ordené en silencio las hojas esparcidas antes de 
continuar: 

En el conjunto de las letras las mayúsculas son escasas, cami¬ 
nan desperdigadas, fueron desplazadas poco a poco en casi todos los 
lenguajes, basta mirar un texto para verlas separadas. Aparecen al 
principio de un párrafo o de una palabra, aisladas entre sí recayendo 
su poder únicamente en la altura, en su elevación. Y cuando se jun¬ 
tan con otras vociferan violencia, sobre todo si son párrafos completos, 
un grito enérgico. No quiero exagerar la entonación de mis observa¬ 
ciones, pues sé que a veces es conveniente destacar la importancia de 
algo o de alguien, ¡pero no me digan que no es injusto escribir Doctor 
o General con mayúscula y carpintero o albañil con minúscula! 


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He llegado a la conclusión de que existen dos opciones: una, la 
de ubicar a las mayúsculas entre las minúSculas para neUtraliZar 
su poder inicidtico. La otrA es más compleja perO no imPosible: 
eliminarlas. 

en mi minuciosa tarea, pasito a paso, me estoy transfor¬ 
mando en oficiante de la escritura, tal vez con algo de idealismo 
trasnochado en estos tiempos en que los mismos correctores de 
páginas están desorientados y nadie se pone de acuerdo, sólo en 
fórmulas técnicas que desesperan, a tal punto me apasionan las 
delicadas tramas de las letras que, sin dudas, estoy construyendo 
las bases del futuro lenguaje sobre el que escribirá la humanidad. 

porque mi jefe lo sabe, es que casi no me deja escribir y me 
envía a hacer trámites por las calles todo el día, aun cuando casi 
no escucho sus órdenes, caídas como trampas sobre mi cabeza. 

a través de la ventana que da al obelisco entraron ecos de 
una marcha, me levanté lentamente y fui hasta el balcón donde 
ya estaban algunos compañeros de trabajo mirando hacia la ave¬ 
nida. el jefe avanzó detrás de mí tropezando escritorios y sillas, 
me di cuenta pero no me importó. 

las letras iban con una pancarta enorme al frente, bajita 
pero ilustrativa, que lucía una leyenda menuda; observé cómo 
los fotógrafos de la prensa dirigían sus cámaras hacia la columna 
compacta, seguramente admirados por tamaña visión. 

me sentí feliz y dejé de temblar, sabía de antemano el mo¬ 
tivo de la sublevación: allí estaban ellas ahora, las enormes mi¬ 
núsculas avanzando sobre el asfalto interminable de la página en 
blanco. 


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el grito terminante de mi jefe, definitivo, sonó como erup¬ 
ción de volcán, esta vez ni siquiera alcé la vista, caminé suave¬ 
mente hasta la escalera, subí, y desde el cuarto escalón me lancé 
con todas mis fuerzas sobre su mayúscula estatura. 


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EL ESPECTRO 


El semáforo se prendió dos veces seguidas: primero rojo, 
después verde. El conductor que guiaba el coche azul titubeó, 
luego puso la marcha. De inmediato el semáforo cambió a ama¬ 
rillo y comenzó a titilar. “Atención”, pensó. Se detuvo mientras 
a ambos lados automóviles de todos los colores corrían libres 
sin prestar cuidado a la señal. Al momento apareció el rojo, 
entonces, aflojó la atención y descansó. El sol destacaba con 
nitidez las flores de los canteros que dividían la avenida en dos 
grandes ríos. Los múltiples tonos lo deslumbraron invadiéndolo 
de matices. 

Reflexionó sobre algunas inquietudes que lo molestaban 
desde hacía algún tiempo. Le proponían un nuevo trabajo, con 
mejor sueldo, pero no le gustaba dedicarse a los negocios. ¿O sí? 
Era una presión psíquica difícil de soportar, como el deseo de ga¬ 
nar en el juego pero haciendo alguna que otra trampa, así lo veía. 
Siempre había deseado elevar su posición, ¿a qué otra cosa podría 
aspirar?, pero el asunto consistía en hacer que coincidiera la sa¬ 
tisfacción personal y el dinero, la tranquilidad de conciencia y la 


45 


comodidad. ¿Cómo lograrlo, si todo representaba una moneda al 
aire de caída incierta? 

En su puesto actual le habían prometido un cargo de su¬ 
pervisor. Era un orgullo que no podía desdeñar, pero temía la 
reacción de sus compañeros. Todo esto lo mantenía inseguro, 
como un prisma de cristal por el que atravesaban múltiples rayos 
luminosos. 

Miró la luz roja fijamente. Los pétalos de las flores en los 
canteros fueron perdiendo brillo. Los letreros con avisos publici¬ 
tarios tomaron inquietas tonalidades fosforescentes. Un niño se 
acercó a venderle violetas y él se quedó mirando los ramitos, sin 
hablar. Las relaciones de pareja lo confundían aun más, siempre 
interpretaban como debilidad su deseo de llegar a ser el mejor. 
“No tengo estímulos”, meditó, frotándose las ojeras. El semáforo 
cambió por fin al verde; en tanto volvía a poner la marcha pasó 
de súbito al amarillo y una multitud de negros automóviles se le 
echaron encima desde la calle transversal. Atento, movió la palan¬ 
ca de velocidades y apagó el motor. 

Su vida estaba signada por los reclamos. Desde niño, su 
madre ejercía un fuerte poder sobre él. Le pedía mayor indepen¬ 
dencia al mismo tiempo que le demostraba su insignificancia 
frente a ella. “Maldita vieja”, sonrió con un dejo compasivo de 
amargura. Los compañeros de trabajo le pedían compromiso 
con el sindicato, los jefes mayor eficiencia, ¿cómo saber quién 
tiene razón? “La gama de colores que presenta el espectro es 
de tal forma infinita, que resulta imposible elegir”, reflexionó, 
“¿quién soy yo?”. 


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Sintió que sus manos se iban enfriando. A ambos lados de 
su carril dos coches aguardaban el paso, igual que él. El coche 
blanco tenía los faros encendidos, lo que lo hizo reaccionar. No 
había percibido que su auto estaba con las luces apagadas. Las 
prendió; una lluvia de partículas anaranjadas cubrió el espacio de¬ 
lantero quedando suspendidas en su retina. Redujo la potencia de 
las luces al mismo tiempo que continuaba con sus pensamientos. 

No se explicaba por qué había gente a la que irritaba su ma¬ 
nera de ser. Tal vez veían en él lo que no osaban ver en sí mismos. 
A lo largo de su existencia había optado por hacer lo que debía, 
pero en su fuero íntimo deseaba hacer todo lo contrario. “No seré 
el único”, se dijo. Sin embargo, no se sentía cómodo, había algo 
que lo dejaba sin justificación, siempre le quedaba alguna duda. 

El coche verde que estaba a su izquierda emprendió veloz 
camino y lo miró con una sonrisa metálica que él tradujo como 
irónica. Puso entonces sus manos en el volante desafiando al se¬ 
máforo. Este estaba fijo en el rojo. Vaciló cuando vio que el coche 
blanco de su derecha prosiguió viaje tras el verde. “No piensan 
en que pueden causar accidentes al no cumplir las reglas”, habló, 
en voz alta, como esperando que alguien lo oyera, y no arrancó. 
Estiró sus miembros y notó la frialdad que se iba apoderando de 
sus piernas. Se sintió fatigado como nunca. 

La noche resplandecía a través de las luces de los faroles de 
la avenida, que se cernían como fantasmas sobre el coche azul, 
diluyéndolo en claroscuros. Observó que había decrecido el ruido 
exterior que lo había hecho cerrar el vidrio de la ventanilla. En 
cambio, los colores de las letras en las fachadas de los comercios 


47 


se hacían más intensos. Parecía que las rodeaba un movimiento 
colorido que lo obligaba a leerlas. La sirena de una ambulancia 
lo rescató de sus reflexiones, vio la cruz roja reflejada en su espejo 
retrovisor. Un escalofrío prolongado lo recorrió, luchaba contra 
una amenazadora ilusión parecida al miedo. 

Estaba casi convencido de la necesidad de medir los pasos 
para no equivocarse. Asegurar el futuro en cada pisada, pero tam¬ 
poco perder de vista hasta dónde quería llegar. “Tengo que ser 
paciente, no correr riesgos inútiles”, consideró, “en una situación 
de crisis todo es inestable, para qué correr”. 

Experimentó sensación de hambre pero fijó la mente en 
sus problemas y logró sublimarla. La noche se había oscurecido 
de tal forma que sólo centelleaba el círculo amarillo del semáfo¬ 
ro. Parecía un sol inmenso, tanto que le ardieron los ojos. Puso 
en marcha el coche para calentar el motor. “Tal vez me distraje”, 
dijo al espejo, “y no vi cuando pasaba al verde”. Verde, pensó, le 
gustaría estar tendido sobre el pasto, llenarse de aire limpio los 
pulmones. La calle desierta lo asombró, ¿habría pasado mucho 
tiempo? El calor del motor lo ayudó a aliviar en algo el dolor 
que sentía ahora en todo el cuerpo. Sin darse cuenta se había 
ido entumeciendo poco a poco. El semáforo lo miraba como 
cíclope, ahora otra vez rojo sangre. “¿Estará descompuesto?”, se 
preguntó. 

Miró a su alrededor, no había gente, ni autos, ni perros, ni 
patrullas, nadie. La calle se abría enorme, incierta, ofreciéndole 
todo su espacio libre. Reconoció el temor ahora y tembló. Puso 
primera y estaba por arrancar cuando el semáforo bruscamente le 


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guiñó y volvió al amarillo. “Atención”, repitió, “no está dañado”. 
Siguió esperando. 

El sueño le sobrevino de improviso. Se presentó en diferen¬ 
tes planos superpuestos, como un collage de focos que se prendían 
y apagaban. Sus párpados cayeron cansados y se durmió. 

Despertó asustado. El asiento del coche estaba mojado, le 
dio mucho frío. Las articulaciones eran como nudos que se apre¬ 
taban más con el movimiento. Quiso incorporarse para salir pero 
no lo logró. Vio el día amarillento que se asomaba a través de los 
vidrios sucios. Bajó el de su lado; entre el ruido creciente de la 
ciudad y el aire cálido terminó por despertarse. 

El semáforo continuaba en rojo. Se puso nervioso, la boca 
amarga, llamaradas en sus pupilas. Prendió el motor con rabia, 
esforzándose por mover los dedos paralizados, en tanto los autos 
multicolores corrían a ambos lados. Los vio grises, borrosos. Pasó 
la mano por su cara y le raspó la barba crecida. 

Mientras las lágrimas de colores descendían en tropel des¬ 
de sus ojos inflamados, el semáforo destelló un color impreciso, 
indefinido, neutro. Un torbellino de luces subió hasta su rostro. 
Entonces, antes de empalidecer hasta el blanco, pudo ver la luz 
verde del semáforo que le daba permiso para continuar la marcha. 


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COLECCIÓN CASI COMPLETA 


A la memoria de mi maestro, 
el poeta guatemalteco Carlos lllescas 


Desde tiempos inmemoriales la letra Ce había sido para 
mí un dolor de cabeza, una sensación de crisis cerebral continua. 
Cuando aprendí a leer, ella hacía titubear mi brillante leCtura, 
¿cómo pronunciarla? ¿como Ese? ¿como Zeta?, más aún cuando 
escribía, ¿en qué casos utilizarla si se tornaba engañosa para escri¬ 
bas y comunicadores? 

Es que aprendemos antes que nada la forma de las letras, la 
pronunciación de sonidos que parecen chistidos o globos desin¬ 
flándose —en este caso—, o cascados cortes, pero no su origen, 
los signos creados para comunicarnos. Aun cuando la C, con su 
joroba de camello, era consciente de lo que le debía a la Ge, las 
preguntas se sucedían cíclicamente sin contestarse. 

Ciertamente, me costaba definir los límites entre Ese, Zeta 
y Ce, no tanto con la Ka, que por su carácter extranjerizante 
procuraba no usarla con frecuencia en la escritura. Además, por 
su aspecto arquitectónico, la Ka siempre me había parecido más 
constructiva para las palabras kalle o kasa, no para la cebra, por 
cierto. 


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Como mi interés era escribir, con el paso del tiempo y al¬ 
gunas reglas ortográficas aprendí a manejar a la Ce como si con 
ella timoneara una avioneta. No por ello perdí ciertos prejuicios 
que condenaban su existencia, así que abandoné por un tiempo 
mi inquietud por otras letras menos cuestionables, y asumí de 
lleno el cuidado por la Ce buscando encontrar algún motivo que 
la calificara y me conciliara con sus cláusulas cómplices. 

Compré cuadernos con hojas de colores para escribir Ces 
de diferentes formas y tamaños, así como palabras que amenaza¬ 
ban comenzar con esa confusa letra. Después de cincuenta y cua¬ 
tro cuadernos completos de palabras iniciadas con Ce, consulté a 
catedráticos capacitados en la lengua para no confundirme y caer 
en cacerías sin control que me cargaban de culpas. Menudo com¬ 
plejo el mío ya que ellos acentuaron mi caótico comportamiento. 

Cada palabra nueva descubierta me causaba gran entusias¬ 
mo, cosquillas y contoneos involuntarios; corría a escribirla co¬ 
rrectamente en mis coloridas cuartillas, pero siempre había algo 
que me dejaba cargando la cruz en la cúspide de la cólera. 

Sin dudas, la Ce tenía algo de contradictorio, tal vez por¬ 
que con esa letra se puede escribir desde cariño hasta cabrón, de 
comicidad a cadáver, de la cerrazón a la clarividencia. De todas 
maneras, el acto de escribirla me había ofrecido la posibilidad 
de compenetrarme con ella, y su forma de cuarto creciente me 
permitía estar en la luna cantando durante largo rato mientras mi 
madre creía que estaba centrada en el colegio. En esta circunstan¬ 
cia clandestina me gustaba crear códigos de comprensión, en tan¬ 
to volaba como un cohete por el cielo dejando cautos paréntesis 


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casuales entre las letras del abecedario. Como ella era un parén¬ 
tesis yo tendría que esperar callada hasta conocerla en su justo 
centro. 

Un día pensé que la inseguridad que me causaba podría ser 
consecuencia de su propia indefinición. Era la mitad de todo, de 
un globo aerostático, de una naranja, del sol, de una cara, de un 
cero. Tal vez, hasta la letra O se burlaría de ella por in-conclusa 
aunque formara parte del círculo y la circunferencia; pero cuando 
percibí que en la letra manuscrita la Ce parecía una espiral, me 
pregunté si no sería más profunda de lo que aparentaba, mejor 
que cualquier círculo vicioso que no conduce a nada. Así fue que 
recordé la belleza clásica de los caracoles y me dediqué a coleccio¬ 
narlos con la convicción de a-cercarme cada vez más a esa letra 
de cuento corto. 

Guardaba las caparazones junto a los cuadernos —que en 
ese entonces llegaban a ciento cuarenta y cinco— convencida de 
su cadencia cautivadora. La Ce tenía derecho a continuar en el 
mundo conocido de la lengua castellana y a coexistir con la co¬ 
munidad letrística. 

Cuando conocí a Carmen yo estudiaba Letras; ella me 
mostró, a manera de presentación, un collar con una caligráfica 
Ce que colgaba ceremoniosa de su cuello, y capté conmovida que 
se veía complaciente y coqueta. Centelleaba cristalina, caía como 
cascada sobre su camisa celeste con cierta candidez. Con Carmen 
conversábamos a menudo de concursos y clases en cualquier café 
de la ciudad de Cuernavaca, y una vez me confesó entre copa y 
copa de su gusto por el cognac y la cerveza y su cuidado obsesivo 


53 


por las cajas cerradas con clavos como cofres de castillos celtas. 
Fue una sorpresa colosal para mí pues la encontré cercana, y ahí 
nomás cancelamos las cuentas cantando a coro cuatro o cinco 
cumbias colombianas. 

Después conocí a Carlos en la cátedra de crítica, culto, cen¬ 
trado, ante mis cuestionamientos fue contundente: la clave de mi 
celo por la Ce, se debe a que todos los caminos conducen a ella, 
cita conocida pero compleja en el caos de las ciudades cosmopo¬ 
litas. Yo le había contado de mis conflictos con aquella letra y me 
comprendió cabalmente porque él amaba como yo las caricias y 
las cantinas, pero no la crueldad y el cinismo. 

Carmen y Carlos, y después Claudia, pasaron a ser mis 
caros compañeros, compartían mis cavilaciones, consultas, 
consejos, cursos, hasta que una ocasión célebre comprendi¬ 
mos que la Ce es una letra curiosa con aspecto de cinturón 
sin abrochar, candado por cerrar. Consideramos que el alfa¬ 
beto debería llamarse Cedario, un concepto concebido como 
celebración a una letra común, que se incorporaba al cine 
y a la cultura en general sin necesidad de cercos, claques y 
cabriolas. 

Cansada ya de influencias ceístas, casualidades, compe¬ 
tencias, decidí cogerla por los cuernos. Al fin, ella conforma el 
corazón y la cabeza, partes cruciales del cuerpo, tal como la cara 
y su contrario. Me dio gusto comprobar coincidencias y contra¬ 
riedades, canales de comunicación en los humanos. No en vano 
desprecio los castigos, la cobardía y combato con confianza por 
conquistar una contundente conciencia crítica. 


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Desde ese momento pensé que en lugar de Ce podría lla¬ 
marse Co, y co-laborar, co-operar, con compañeros y compañeras 
por el cambio en el lenguaje, pero con el correr de los años sobre 
mi empecinado cerebro, me di cuenta de que los nombres de las 
cosas no tienen caso. Son como celdas vacías. Por eso me dediqué 
concretamente a contar claramente. 

Me congracié con ella por completo cuando al revisar mis 
ya cuatrocientos cincuenta y cuatro cuadernos de palabras co¬ 
menzadas con ce, descubrí una multitud de hoces alzadas entre 
las letras de centenas de cartas llegadas a mis costas. Casi caigo de 
cubito por la emoción. Hasta coreé consignas caducas. 

Entonces, coloqué a la letra Ce frente al espejo cuadrado 
del comedor y vi su otra cara allí, completando su figura con 
un hermoso signo convexo que parecía sonreírme con la boca 
de costado. La concavidad de la Ce mostraba su característica 
de canción incompleta, de crimen sin cometer, de carretilla sin 
cargar. Y la imagen convexa de la letra convocaba en su reflejo 
al ciclo completo: la común certeza de los que miramos más allá 
del convencionalismo cotidiano construyendo caminos compar¬ 
tidos. Fue entonces, claro, cuando la saqué para siempre de la cár¬ 
cel y de la censura y nunca más me tiré de mis castaños cabellos. 


55 



LA BASURA 


Estuve en plena descarga de basura toda la mañana. No 
había ni pizca de sol. Bajé los pulidos escalones con cuidado, para 
no esparcir entre los vecinos los olores incomprendidos de los re¬ 
siduos. La basura llega siempre por la noche, aunque sin horario 
fijo, acumulando los desechos del día que acaban pudriéndose; 
después tendré que volver a reunirla paciente y a vaciarla como 
corresponde a un ciudadano preocupado por la higiene pública. 

La de anoche subió por la ventana que da al sur. Fue un 
giro súbito que no dio tiempo a cerrar los postigos, abiertos de 
golpe, casi hambrientos. También entró barro adherido a las sue¬ 
las de mis zapatillas y fragmentos de galleta que alguien dejó caer, 
tal vez en la desesperación por ingerir o masticar. A esta materia 
hay que sumarle la basura incorpórea que se apila con el paso de 
los años, envejece y se descompone adentro de tanto amontonar¬ 
se en espacios de soledad. Aunque esa afortunadamente no ocupa 
demasiado lugar. 

Y hay otra que llega sin darme cuenta, no sé si desde aden¬ 
tro o afuera, la que descubro en el aire cuando al salir de la ducha 


57 


me enfrento a una neblina de partículas vagabundas que rebotan 
en el piso o en el techo y me dejan el cabello rispido, la piel sinuo¬ 
sa, si así puede llamarse a una senda extraña de vetas parduscas 
en la cara. 

Si en algún momento atravieso el rayo que filtra por el vi¬ 
drio de la banderola, siento cómo me invade su presencia, tan 
altiva que no puedo evitarla. Desde su asiento flotante parece 
dominar la situación con aire de basura digna. Ahí está, difu- 
minándose en los resquicios de las baldosas por donde caminan 
hormigas, en las grietas de las paredes, como gotas de humedad o 
manchas que se derraman sobre mi cuerpo. 

Cuando se instaló en mi pieza, hace ya unos cuantos años, 
supe que mi basura tenía mucho de indiscreta, era una presencia 
vigilante e ineludible. La observé con cierto beneplácito: “visitas”, 
dije, y me dispuse a reunir fósforos apagados, pelusas, pelotillas 
de papel, sedimentos de polvo, objetos descartables que parecen 
no tener importancia, que no se sabe de dónde surgen ni adónde 
llegarán. La visión comenzó a hacerse constante día a día y noche 
a noche, y su desenfado me comprometió de tal modo que el 
examen minucioso se transformó en una rutina obligatoria para 
la convivencia. 

Antes la habitación que ocupo lucía prolija, el tema de la 
limpieza no me quitaba el sueño, ni la palabra pulcritud afectaba 
mi espacio textual. Más bien sobrevivía como tantos en medio de 
la impureza de la calma. No obstante, las bolsas de plástico co¬ 
menzaron a ser insuficientes para descargar la basura recolectada 
en mi casa sobre el montículo de la calle. Bajaba los tachos con 


58 


agitación correspondida, contando los peldaños de la escalera que 
tantas veces tenía que recorrer ida y vuelta. 

Al mismo tiempo, iba desarrollando un sentimiento piadoso o 
de respeto hacia esa criatura que demostraba carácter en su estampa 
casi artística. Se estremecía a sí misma y parecía danzar cuando ca¬ 
libraba su variable peso. Entonces, dejé de someterme al riego de la 
ducha e inventé una especie de juego en que la esperaba con ansias, 
cada encuentro tenía un aspecto de clave que despertaba mi curio¬ 
sidad. A veces llegaban objetos informes colados por el tragaluz res¬ 
quebrajado de la cocina, y en la mezcla aromática yo creía encontrar 
un color o varios, según la hora del día. Otras, encontraba pisadas 
en el quicio de la puerta, rastros de algo que parecía haber entrado o 
salido sigiloso. Cada pista disparaba una nueva clave, cada vez más 
difícil de desentrañar, pero también más desafiante. 

Lo más provocador fue cuando empezaron a arribar avisos 
ilegibles, volantes con letras extrañas, trozos de documentos ta¬ 
chados, cartas manuscritas como si fueran rompecabezas, pliegos 
que parecían versos corregidos. A esto se sumaron recortes de 
diarios con noticias inconclusas rasgadas en mitad de las pala¬ 
bras y fotos mutiladas por láminas de tijera. Esa circunstancia 
no pude soportarla, me asaltó un mareo y caí al piso como una 
bolsa. Después de despertar del desmayo me armé de una escoba 
y me dediqué a acumular cerros de desperdicios en los rincones, 
los que me hicieron sentir en la placidez de un valle. Las letras 
no eran del alfabeto usual y por ello me desconcertaron, pero 
los grafemas despertaban sonoridad al caer al piso, una forma de 
llamado extemporáneo, rítmico, al cual no sabía cómo responder. 


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Un día llegó un pájaro moribundo. Supe, desde que lo 
encontré despatarrado bajo la ventana, que había sido enviado 
como un resto abatido del cual ya nada se puede esperar. Su pe¬ 
cho abultado subía y bajaba con un movimiento que me produjo 
escalofríos, algo así como pena mezclada con sorpresa. En pocos 
segundos, ante mis ojos, se transformó en basura, y esa noche 
ya no pude tenderme en el valle a descansar. Soportar la visión 
del proceso de conversión del movimiento en quietud no había 
sido tan doloroso como distinguir el breve pasaje hacia el descarte 
completo. 

Pero poco a poco la cotidianidad de esas visitas, los sig¬ 
nos que aparecían desdibujando las reglas de los primeros juegos 
inocentes, el placer de aquella coexistencia multitudinaria, me 
llevaron a aceptarla como a una acción colectiva de la naturaleza 
que permite la comunicación a través de los restos, una serie de 
significados transitorios que es necesario develar para completar 
el sentido mayor. 

Ahora permanezco en la habitación en el intento de des¬ 
entrañar palabras totales tiradas en los renglones del piso, o de 
reconocer mi propia mirada en los crecientes despojos. Entablo 
un diálogo sin resistencias, armo mi acertijo eligiendo cada pieza 
en correspondencia. 

Esto sucede avanzada la noche, cuando la ciudad respira 
por las cañerías, no se ve a nadie y las ratas salen a corretear bus¬ 
cando alimento. Tal vez sean ellas las que arrojan lo que no les in¬ 
teresa como un disparo al aire, las sobras se elevan y penetran por 
los cristales traslúcidos del apartamento y atraviesan el parabrisas 


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de mis anteojos. El viento empuja los desechos más livianos hacia 
mí, me tocan y vuelan, perdiéndose. Los he visto borrosos cuan¬ 
do planean al entrar en la pieza, picoteando apenas las tapas de la 
ventana que siempre dejo abiertas. 

Una vez, antes de anochecer, me atreví a leer envíos que la 
basura transporta en papeles arrugados. Fue tan grande mi asom¬ 
bro que decidí guardar ese tipo de recados en un cajón donde 
deposito los descubrimientos extraordinarios. Ella es la basura 
que me visita con más frecuencia. En los mensajes descubro tex¬ 
tos que nombran sobras intemporales arrastradas desde cualquier 
lugar, que despiden emanaciones perturbadoras pero pueden ser 
recicladas y convertidas en historia. Y pude esconder allí relatos 
que se fueron escribiendo con palabras fragmentadas, pegoteadas 
en hojas de diferentes tamaños y colores, sin fecha de llegada, 
alojadas al azar con un sentido altamente literario. 

Para residuos de otro calado recurro a una caja de cartón de 
grandes proporciones, donde clasifico en forma pormenorizada 
los distintos materiales. En este caso, los papeles o páginas de 
libros están claramente descartados hacia el cajón extraordinario, 
por ello esta gran caja puede ser desechada en el momento nece¬ 
sario, a lo mejor cuando está llena. El cajón, en cambio, perma¬ 
nece insondable. 

Eso sí, elijo lo que todavía puede ser útil, para no repetir 
errores de la mala memoria y buscar después lo que ya está perdi¬ 
do, aunque sea una pequeña hebra o una semilla. Mientras tanto, 
tengo mi casa abierta al aire para que ingrese toda la basura posi¬ 
ble, sin frenos de puertas y ventanas. Procuro conocer los secretos 


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de cada desperdicio que se acerca, penetrar hasta el misterio del 
gestor que habita en su real contenido, percibir su pasado. 

Ya casi no uso recogedor, ni es indispensable el agua ni 
la limpieza, me gusta archivar la basura sólida con mis propias 
manos a medida que la traduzco. Tiro hacia el cielo lo que no 
sirve, cuando velozmente pasó hacia la inutilidad definitiva, o lo 
deposito en la calle después del desayuno, durante toda la maña¬ 
na. Necesito espacio donde caminar por la senda de migas de pan 
que se dirigen hacia mi cama. A mi alrededor queda un atajo ilu¬ 
minado por un reguero de restos junto a una cordillera de buena 
basura, incluso excelente, suelta o en cajas, lista para salir. 

La clasificación resultante la he calificado de la A a la Z, y 
las primeras selecciones me llegan al alma, por eso no me molesta 
que se metan en mis libros en diálogo con los ácaros y la espesa 
pelusa de los estantes. Aguardo la marcha de las horas para ob¬ 
servar la llegada de nuevos mensajes junto con la noche y pro¬ 
seguir el transcurso de sus huellas. Es más, algunos textos que 
creía desechables, les he encontrado una razón de ser y de dejar 
de ser, como cualquier ser viviente, en un encuentro interesante 
de términos, y dentro de mis recipientes ellos se han convertido 
en basura rescatable. Incluso algunos parecen terminar en sílabas 
de mi nombre. Creo que podré encasillar los restos calificados en 
cuadrículas verticales y horizontales para inventar nuevas pala¬ 
bras en los cruces de caminos. 

Todavía no han llegado las respuestas que espero, ni resca¬ 
tado del olvido lo que ha sido tirado por otros sin miramientos, y 
cada día que pasa se acrecienta mi ansiedad junto con las pilas de 


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residuos. Pero si en algún momento logro dormir, soñaré cómo 
recrear el rostro descompuesto de la basura, definir sus rasgos en 
vuelo, procesar su progresiva materia mortal, rescatarla del mun¬ 
do incómodo de los basurales. Así, en la mañana, cuando salga el 
sol, no sentiré el peso de este cuerpo que bolsa a bolsa hago girar 
como remolino sobre la ciudad. 


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EL JUICIO FINAL 


/A la memoria de Marosa 


—No me gusta —dijo el Escritor, arrojando hacia el suelo 
en forma de bola la hoja apenas leída—. Es incomprensible—ex¬ 
clamó con un rechazo que de tan exaltado parecía admiración. 

Era un tipo con cara algo enrojecida por el sol de diciembre 
y unas cejas prominentes que parecían plumeros, el pelo largo en 
la nuca, aunque el casco empezaba a pelarse. En el espejo del lu¬ 
gar se agrandaba su imagen, al punto que parecía otro. Estábamos 
en una confitería céntrica, sitio de reunión de los grupos que, 
a modo de tertulia, acumulaban conocimientos en intercambio 
cotidiano. 

No era la primera vez que yo escuchaba esta expresión, no 
sólo acerca de la lectura de autores nuevos o desconocidos, como 
en este caso, sino sobre otros que no tenían una firma de alguien 
que los presentara y les diera un aval previo. De haberla tenido tal 
vez la apreciación hubiera sido distinta, aunque la respuesta po¬ 
dría variar: “lo conozco, es malo”, y se lo desacreditaba de entra¬ 
da, o “no está mal, es buena gente”, y la oportunidad estaba im¬ 
plícita. Al margen de la opinión académica que oscilaba ambigua 


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o perlada de tecnicismos, por lo cual nunca se podía saber si eran 
razonables o independientes del juicio de turno. 

“Todo es válido”, solía decirse, o “este autor escribe para sí 
mismo”, o “esta persona es mediocre”, o “este texto es cómplice”, 
reflexioné primero, repasando distintas fuentes, mientras escu¬ 
chaba las palabras terminantes del Escritor, y luego lo pronuncié 
mirando a un parroquiano que desde una mesita a nuestro lado 
revolvía el café sin decoro, al punto de salpicar la tapa de un pe¬ 
queño libro de poemas de Amorim que dormía sobre su mesa, a 
un paso del azucarero. 

El vecino me devolvió la mirada con un gesto de abati¬ 
miento, creo que entendía de qué se trataban mis frases inco¬ 
nexas, pero resolvió ampararse en el silencio, como un crimen 
reconocido del que nadie se hace responsable, aun cuando él pa¬ 
recía ser como yo, un simple amante de los libros. Me dio para 
pensar que la poesía no estaba ajena a su antojo, por el librillo de 
la mesa y por su mirada clara, con los lagrimales a punto de esta¬ 
llar. Tampoco al Día de los Trabajadores, pues esta fecha titulaba 
en grandes letras su acompañante plaquette poética. Sin embargo, 
yo seguía ojeando en mi entorno buscando cómplices más de¬ 
cididos, o un testigo que me diera una mano franca en aquellas 
lides casi perdidas ante las expresiones más comunes y vagas de la 
apreciación literaria. 

-“Si es mi amigo no escribo sobre él”, o “es mi amigo, tengo 
la obligación de comentar su obra” -continué hablando, después 
de una pausa, repitiendo lugares comunes que había escuchado 
de boca de algunos comentaristas de las secciones de cultura en 


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esa misma cafetería. Al escucharme, esta vez el hombre de al lado, 
que tenía lentes y labios muy finos, dirigió sus ojos a los míos 
como si me conociera: 

—Es cierto, amigo —dijo en voz alta— se mezcla lo perso¬ 
nal con la obra, salvo excepciones, y hay una especie de rutina en 
muchos críticos que los distancia de la intención del texto-. 

Se comprometió esta vez, sonrió y lo sentí cercano, por lo 
menos en lo que me pareció un similar interés por la literatura, 
como si ambos deliberáramos sobre el difícil oficio de escribir 
y su resultado, el que nos daba un placer inimitable, por enci¬ 
ma de otros temas. El del autor, por ejemplo, que merecía otro 
tratamiento. 

En aquel momento pude sorber mi jugo de naranja como 
si fuera del último naranjal, más relajado y menos solitario, en la 
confitería más linda y popular de Salto. Por las ventanas asomaba 
un día temprano sobre la plaza, con su iglesia un tanto envejecida 
en aquella mitad de siglo, y sus torres habitadas por palomas, 
mientras unos equinos tiraban de un carro cargado de botellas de 
leche. Otros sonidos alentaban la hora del desayuno en la peque¬ 
ña ciudad, voceando las ediciones de los últimos diarios. Busqué 
una moneda para comprar La Prensa, pues no habían llegado 
los periódicos de la capital, aunque la radio era nuestra principal 
información y para quienes nos interesaba la cultura todos los 
medios eran bienvenidos. 

—Coincido con el señor —reiteró el vecino de mesa, acer¬ 
cando la silla casi sin hacer ruido— a pesar de que sólo soy un 
Periodista y no frecuento grupos de intelectuales, esos ejemplares 


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impenetrables que se exaltan y se descalifican entre sí, en cual¬ 
quier sitio. Rivalizan igual que en el deporte, parecen jugadores 
de fútbol de un mismo equipo mirándose al espejito en el banco 
de suplentes, disputándose un puesto aunque sea por cinco mi¬ 
nutos. No quiero decir que sea el caso, pero reconozcamos que 
aquí no existe la verdadera crítica literaria, somos pocos y nos 
conocemos y todo es más difícil que en la capital.- 

El Periodista no era viejo, solo parecía cansado de la vida, 
se notaba en su camisa de manga larga, arrugada como la frente. 

Mientras, el Escritor fumaba todo lo que permitían sus 
pulmones y de su boca salían círculos de humo desordenados que 
humedecían las galletas expectantes en un platito blanco como 
un hueso. Movía la cabeza despacio, de lado a lado, y sus dien¬ 
tes se dibujaban entre la niebla casi mordiendo palabras que no 
oíamos. 

—No voy a hablar sobre la lucha de generaciones, imitan¬ 
do una y otra vez a las vanguardias unos, creyéndose nuevos, clᬠ
sicos los otros repitiendo clisés. Los parricidios, por ejemplo, se 
mantienen en todas las épocas, peleando un espacio que es de 
todos... —dijo el Periodista que seguía revolviendo el café hasta 
el infinito. Y mi opinión —subrayó— vale en todo el país.- 

Había levantado el pocilio de su mesa y apoyado el plato 
a la izquierda del mío. La sencillez de la charla era así, nada ex¬ 
traordinario, como las leyendas escritas sobre las mesitas veteadas, 
que muestran claramente palabras o frases sin autor, no siempre 
entendidas pero sinceras. O a lo mejor, tan simples que se está 
obligado a escudriñar más en su contenido. 


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—Sobre todo los matricidios —agregué irónico con un 
dejo afrancesado, recordando las dificultades de las grandes poe¬ 
tisas de principios de siglo... -Y a pesar de ello —continué— los 
jóvenes pueden morir sin lograr un sitio donde difundir sus crea¬ 
ciones y las mujeres sin tiempo para ser lo que ellas desean.- 

—La lucha entre hermanos que desvivió a Melitón Alfonso 
—prosiguió el Periodista a continuación de mi comentario— es 
como si la moira griega o el peso del cristianismo bíblico hubie¬ 
ran cargado con ganas esa cruz de lidias y no se pudiera escapar a 
un destino trágico o a un futuro de conflictos, aun en el campo 
de nuestra cultura-. 

-Pero muchos se resisten, o mejor dicho, lo aguantan sin 
drama, y sobreviven- dije jovial, en un juego de palabras-. Capaz 
que por inteligencia pelean con sus decires, no con sus iguales.- 
-Seamos culturalmente optimistas- afirmé-. -Los que quedan son 
los libros, los hombres no-. 

El Escritor silencioso me miró con un poco de desprecio 
en su rostro, tampoco era el Martín Fierro un poema de su pre¬ 
ferencia, y la cita de los hermanos era evidente que no lo seducía. 

Afuera había empezado a llover, satisfactoria consecuencia 
del calor sofocante, el mozo se había detenido en la puerta en ac¬ 
titud de contemplación ante la falta de clientela, pero yo pude ver 
cuando se acercó la jovencita al teléfono de la pared. Ella estaba 
sentada a dos o tres mesas de la nuestra, sola, lo que no era fre¬ 
cuente, y nadie se había acercado a ella. Entonces noté en su apa¬ 
riencia a una mujer vulnerable. No pude menos que escuchar su 
voz, ya que la confitería no era espaciosa, aunque la más amplia 


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de esta ciudad norteña; la barra, junto a la cual estaba el teléfono, 
quedaba a mis espaldas y se advertía que ella, la joven, intentaba 
hablar en voz baja. Casi en clave dijo: — Sí, es él, lo reconocí, pero 
dice que no con la cabeza ,.. 

Supuse que hablaba de nosotros porque en todo el nego¬ 
cio, sólo tres, de las numerosas mesas, estaban ocupadas: la que 
estábamos el Escritor y yo, la del Periodista, y en el fondo una 
habitada por una pareja alejada de la realidad. 

—Y el combate por el espacio es cruel, se busca aunque 
sea un rincón-, dije sin pensar que podía confundirse con algo 
sideral, y hasta me hizo pensar en el poder de turno—, finalicé el 
párrafo aumentando el tono para llamar la atención de la joven- 
cita pelirroja, que a esa altura regresaba cabizbaja a su mesa vacía. 

—Conozco ese mundillo más cercano a la realidad que a la 
ficción, porque como Lector he escuchado y visto muchas injus¬ 
ticias, y me duele, por el sufrimiento de la literatura y por lo que 
ella se pierde. Afortunadamente las palabras se unen para salvar 
su vida por encima de quienes las usan- continué, haciendo una 
especie de alegato en el aire que no pasó inadvertido para la mu¬ 
chacha, quien revelaba una progresiva tristeza. 

Yo no poseía criterios técnicos para interpretar las bonda¬ 
des de un texto literario, pero el ejercicio de leer me daba una 
mínima base para intuir lo que podría permanecer y lo que no. 
A partir de ahí seleccionaba mis lecturas, con mucho de placer y 
un criterio propio. Aunque apenas empezaban a trascender los 
libros nacionales, yo les otorgaba un lugar prioritario, poca era la 
crítica y el ensayo, cierto, pero había muchos poetas escribiendo 


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y también narradores jóvenes. Leerlos era una práctica en la que 
incurría desde años atrás, casi automática, en oportunidad de co¬ 
nocer nuevos autores, sin analizar en demasía. Ahora dije lo que 
dije porque el Escritor seguía moviendo la cabeza a los lados ne¬ 
gativamente, murmuraba enérgico expresiones de rechazo acerca 
de mis palabras, y había tomado un lápiz de su bolsillo con el 
que tamborileaba más que haciendo música como gatillando un 
revólver. 

Los libros se acumulaban en grupos frente a mí desde que 
había descubierto mi pasión, sus carátulas me seguían a donde 
fuera, pero cada vez quedaban menos en mis estantes, tal vez ellos 
mismos se excluían por autocríticos o selectivos, pero yo siempre 
estaba abierto a darles una nueva oportunidad. De ahí que repetía 
la lectura una y otra vez. Además, a la única librería de esta ciu¬ 
dad llegaban por cuentagotas, así que había que aprovecharlos. 
Por eso, en ese momento me quedé suspendido entre el alerta de 
aquel estilo drástico del Escritor, su menosprecio hacia los otros, 
y una reflexión humanista que me asaltaba de vez en cuando. 

El Periodista arrimó más su silla sin permiso y señaló: 
—Algunos se empeñan en ser escritores, otros lo son sin propo¬ 
nérselo, pero no todos los que escriben son escritores, ¿verdad? 
¿Y si nadie leyera, qué pasaría?...— envió la mirada oblicua al 
callado magnífico, esperando que su camisa impecable le aportara 
un poco de luz. 

Pude advertir que la jovencita escuchaba atenta y tenía 
los ojos llenos de lágrimas, pues me miró muy fijo cuando el 
Escritor pateó con violencia la hoja arrugada que había quedado 


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impertérrita junto a su pie. Me llamó la atención el color intenso 
de los labios de la muchacha y los anillos en sus dedos que no se 
correspondían con sus escasos años, tenía algo de ingenuidad en 
su apariencia, pero también de mujer. ¿Sería ella?, me pregunté. 

El Periodista perpetraba nuevas preguntas: —¿Vale separar 
la persona del escritor para el análisis de la obra? ¿O los dos son 
uno? —seguía— un dilema ético entre la benevolencia y la ma¬ 
licia u otros paradigmas en torno de la belleza, ¿cuál sería cuál? 
¿cuál sería verdadero?—. Sonó una pausa. El lugar, que era un 
poco de todo: cantina, boliche, confitería, también quedó sus¬ 
pendido en la duda, la reflexión se impuso como el día. 

—¡Carajo! —me salió— ¿será que es sordo? ¿o no le intere¬ 
sa ir más allá?— casi interrogando de frente al Escritor que seguía 
allí, con su camisa blanca, sin decir palabra ante la confusión 
desatada con intenciones de explicar el mundo desde la mesa de 
un café, pensando solamente en aquello que podría ser mejor. 

.—No quiero complicar la conversación o por el contra¬ 
rio ser demasiado superficial —viré hacia el Periodista— pero 
sin escritores, tal cual, no podría leer los libros que leo. Así que 
recapitulemos. 

—No vale nada, es un delirio—volvió a repetir furioso en 
voz aguda el Escritor después de romper la punta del lápiz en 
el borde del platito. —¡Que se dedique a la cocina, o a plantar 
flores! —. 

Seguía en sus trece sin desvelo, con la mirada enturbiada 
hacia no sé dónde, tercamente. Parecía tener más derecho que 
cualquier lector a opinar sobre aquella hoja firmada con un 


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nombre de mujer, y lo hacía apasionadamente mientras yo duda¬ 
ba, con la incerteza de quien sabe que no tiene todas las cartas en 
su manga ni todas las verdades ciertas. 

Si el hombre decía lo que decía era porque su trabajo 
principal de escritor lo había hecho indiferente a otros porme¬ 
nores de la literatura, pensé, porque si bien no éramos amigos, 
lo conocía bastante y sabía que ganaba por opinar no sólo por 
escribir. 

Ella, la chica de la mesa de al lado, en ese momento tomó 
un manojo de magnolias que estaba a su costado, sobre una silla, 
y lo deshizo como sonámbula, después abrió la cartera, sacó un 
espejito y una caja con dibujos de mariposas, y comenzó a empol¬ 
var su rostro desde la frente hacia abajo, con movimientos breves 
golpeando las mejillas como al vidrio de una ventana. Repasó a 
continuación sus labios de un rojo subido, con un lápiz que ex¬ 
trajo de su bolsa, y poco a poco, los párpados se fueron cubriendo 
de sombra azul, las pestañas arqueadas de negro, apareciendo una 
imagen suya que pareció de circo. 

—Yo, como Lector-, dije al Escritor con la sospecha de que 
no me escucharía, porque se le veía fuera de toda realidad a su al¬ 
rededor- me siento semejante a los que escriben, porque al leer un 
libro puedo cambiar de países y continentes en mi cabeza como 
si estuviera en una eterna travesía. Leo mi propia lectura, rehago 
los textos en mi imaginación, recreo...—. 

La muchacha, a la espera de quién sabe qué milagros, es¬ 
trujaba algunos pétalos blancos de los que me llegaba el aire per¬ 
fumado. Se levantó entonces, lívida, y pasó junto a nosotros en 


73 


actitud desafiante, clavando la mirada al gesticulador que la si¬ 
guió viendo, pero no se inmutó. 

—Qué contradicciones se plantean en este universo de las 
letras —esta vez me expresé con cierta cortedad teñida de recelo 
mirando al Escritor que seguía aparentemente sin oírme, conti¬ 
nuando sí sus gestos de negación. Alcé más la voz: —No me has 
justificado las razones por las cuales no te gusta este relato—. 

Fue una especie de pregunta indirecta esperando un sopor¬ 
te a su juicio, pues a mí esa página me había provocado el placer 
de descubrir nuevos lugares, casi como la entrada a un sueño. Y 
deseaba saber sobre qué explicación se asentaba su argumento 
contrario. —No sé quién es -le dije-, es una joven que me hizo 
llegar este texto por correo para que te lo entregara, pues sabe que 
te conozco y ella es tímida. En la carta dice que eres su escritor 
preferido y esperaba una opinión calificada para tomar la decisión 
de continuar o no escribiendo... 

El tipo se levantó con rapidez de gamo y aire de sabio, 
miró al Periodista que se había hundido en el asiento esquivan¬ 
do las moscas salteñas, y clavándome los ojos gritó su inapelable 
fundamento: —Sabés por qué, porque sobre gustos no hay nada 
escrito. 


74 


LA CASA DE MIS ABUELOS 


Había pasado largo tiempo desde que pude comprender que 
ese mundo de la casa antigua de mis abuelos, con sus exóticos rin¬ 
cones, sus objetos curiosos y relucientes, había terminado. Hacía 
demasiados años que sentía que aquel mundo de contradicciones 
materiales: platos esmaltados junto a copas de cristal, juegos de por¬ 
celana y vasijas de barro, estaba concluido, acabado. Hacía mucho 
tiempo, sin embargo, ese día al volver allí y comprobar —después 
de una noche en vela dando vueltas el telegrama en una especie 
de océano — que todo había dejado de existir, sentí un agudo 
dolor bajo el seno y una punzada me oprimió la nariz como si 
estuviera reviviendo las etapas de un entierro. 

En ese momento me llegaron sucesivas, en desorden, re¬ 
presentaciones de una época nítida en mi conciencia. Imágenes 
algunas fijadas por reminiscencias, otras apenas evocadas por in¬ 
significantes pero que de golpe cobraban importancia, quién sabe 
por qué mecanismo inconsciente. Desfilaron ante mí como una 
multitud —me quedé mirando al escribano sin verlo— y a partir 
de allí cubrieron toda mi atención. 


75 


La abuela estaba sentada en la silla de paja con su cabello 
recogido sobre la nuca, ajustado con grandes horquillas. Junto 
a ella descansaba la caldera de hierro sobre un diario doblado 
prolijamente en cuatro partes. El abuelo encorvado sobre la tierra 
plantaba los gajos del futuro limonero, fructífero en marzo, del 
damasco codiciado por los vecinos del barrio y de aquellos cirue¬ 
los que destrozó un temporal de julio. 

Presenciaba como en un rodaje la recreación de una épo¬ 
ca, tal era la luminosidad, la escenografía: las macetas granate a 
lo largo del muro, los bancos de madera pintados de verde, las 
baldosas amarillentas, el penacho rojo del cardenal prisionero en 
su jaula. El sol derramaba sobre el piso cuadraditos que la luz 
filtraba a través de la rejilla de la galería; los malvones asomaban 
entre la ropa blanca tendida en el alambre. 

Si acaso estos recuerdos se sucedían sin orden aparente, 
poco a poco mis aventuras infantiles, acrecidas por los relatos 
de los viejos, fueron surgiendo, simplificándose como un rompe¬ 
cabezas que, tarde o temprano, acaba por resolverse. La llave de 
metal enganchada de un clavo en el postigo interior de la cocina 
me provocaba tal desasosiego que me quedaba largo rato sentada, 
con las piernas colgando, mirándola como queriendo aprehen¬ 
derla y descubrir la combinación que permitiría abrir un nuevo 
mundo. El ropero con un espejo al frente donde mi tía soltera 
guardaba manojos de cartas de sus numerosos amores, fotos des¬ 
teñidas que los días de lluvia extraía de una caja de bombones, 
botones que parecían caramelos dentro de una lata de té, algunos 
pétalos secos que cuidaba con meticulosidad, como preservando 


76 


las descoloridas flores siemprevivas y siempremuertas. El reloj de 
madera colgaba de la pared del comedor y también contribuía 
a inquietarme, porque había observado el correr de los minutos 
hasta llegar a las campanadas de la hora exacta, y se me había 
revelado drástico el paso del tiempo. Descontaba uno a uno los 
segundos que faltaban hasta el desencadenamiento abrupto del 
sonido, mientras en el conreo crecía mi ansiedad, impotente de 
detener la aguja que avanzaba inexorable. 

Ese cúmulo de sensaciones me mostraban, como si nunca 
antes las hubiera reproducido con tanta calidad de imagen, el 
matiz de mi carácter, la respuesta a actitudes inexplicables, mis 
miedos, un itinerario por toda una vida sin tiempo para pensarla. 
El escribano hablaba frente a mí ignorando la enorme distancia 
que nos separaba y yo el sentido de su presencia -el murmullo 
de su voz era un enjambre monótono—, quizás para no profanar 
lo sagrado de cada centímetro cuadrado de esa casa, envuelta en 
una atmósfera a punto de explotar en quién sabe qué apariciones. 

Sufría el ridículo de sobreponerme a la acumulación de his¬ 
torias, al peligro de caer en una irracionalidad de la que no pu¬ 
diera salir, pero al mismo tiempo deseando caer, como si anhelara 
regresar a un sitio elegido, ya inexistente. Y me dolía en el cuerpo 
—desde la noche anterior— el temor al reencuentro. 

Recordaba la noticia del fallecimiento del abuelo mientras 
yo viajaba: la lacónica carta de mi primo, la pena no compartida 
imaginándolo en viaje de regreso a un solar removido con sus 
brazos de hombre fértil. Pocos años después la abuela muerta en¬ 
tre el olor de las flores, frente a un Cristo cuyos ojos resignaban su 


77 


repetida agonía, el abandono de las tortas fritas en días de lluvia, 
mi asombro por no entender la desaparición forzada de las latas 
donde ella recogía caracoles entre las plantas. Desde esos tiempos 
empecé a comprender que algo iba terminando poco a poco en 
la vida de las casas: los jazmines, los colibríes que flotaban en el 
atardecer. 

Después de la sucesión siguieron extinguiéndose otros sitios 
de la casa, con mayor rapidez: las chapas de los techos, el enigmᬠ
tico aljibe, la enredadera de campanillas. Nacían, en cambio, otras: 
parientes, deudas, las máquinas de coser de mis tías más ligeras 
que nunca, el dolor de los niños que no entendían y continuaban 
jugando sobre las baldosas cada vez más pequeñas y más grises. Esas 
ocurrencias en un ciclo necesario apresuraron el final de una fase 
escrutadora, ansiosa por conocer lo que a esta altura de los sucesos, 
de mis años y mi larga ausencia, me sonaba mítico. 

Hacía mucho tiempo que había comprendido que todo ese 
mundo pertenecía a una etapa pasada; sin embargo, al encontrar¬ 
me allí —después de tantas estaciones ocurridas en el almana¬ 
que— comprobé que a pesar de mi edad no todo estaba escrito 
en páginas anteriores. Reviví en el primer peldaño una memoria 
circunscrita a ese ámbito y temblé al encontrar una casa anciana, 
tristes las grietas de sus patios, tenaz por subsistir en una zona 
poblada de vacíos. 

Aun allí pude pensar en la banqueta de paño escocés donde 
me subían las tías para recitar poemas, desde donde me sentía 
la más segura, la más auténtica, acaso por apropiarme desde esa 
altura de un ángulo desconocido. 


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Ya sin dificultades, pude mirar las arrugas hiriendo el ros¬ 
tro de mi abuela, el sombrero que coronaba la cabeza cana de mi 
abuelo, y sentir por fin las lágrimas que corrían por mis mejillas, 
las cuales el escribano no veía interesado en aclarar los desacuer¬ 
dos familiares y la necesidad de que la bandera de remate, pálida 
y sufriente, ondeara desde la verja de la casa de mis abuelos. 

Hacía mucho tiempo que creía haber alcanzado el fin de mi 
infancia, pero sólo esa mañana —casi adormecida por la citación 
recibida la tarde anterior— me convencí de que todo ese mundo 
estaba muerto, perdido irremediablemente. 


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EL SILENCIO DE LA HACHE 


Eje con enormes ruedas paralelas, en movimientos habi¬ 
tuales tan rápidos que parece cerrada y detenida, la letra Hache 
prefería hacer más que hablar. 

Su humor hierático, su línea horizontal y ad-hesión a huel¬ 
gas sucedidas en hileras hegemónicas, le crearon fama de huma¬ 
nista, en horas en que los hijos del mundo estábamos huérfanos 
de héroes. 

Cuando los hechos del horror la condujeron a la hoguera 
con hipócritas hipótesis sobre sus hechizos, ella humilde resurgió 
de las cenizas, y se hospedó, en silencio, en el hogar del alfabeto 
junto a sus hidalgas hermanas. 

Dicen que esa vez, entre la humareda, se vio surgir a un 
hermoso halcón, que transformado en haz de luz habitó los hue¬ 
cos horadados por las hienas. Sin halagos y heraldos, en harmonía 
con los bú-hos, hizo un homenaje callado a la Humanidad, hito 
sin precedentes en la historia. 

Había sido heredera de la censura en los hispano - ha¬ 
blantes, hija de heroínas como Hécuba, humillada por hablar 


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honestamente, hostigada a-hora por muda, por lo cual mantenía 
huraña un hondo hermetismo. No olvidaba las huellas hincadas 
en hojas de libros, hechos humo en una época de huracanes y 
hurtos de libertades, y reservaba su honradez tras una imagen 
hiper-humorística. 

Ni el hiato ni el hielo podrían cambiar su génesis, ella logró 
dejar de fablar y de ser fermosa con toda su faríngea hazaña, y no 
huyó ni al hierro ni a los himnos, tampoco a la hostilidad de los 
que la llamaron rupestre. 

Pero, por hache o por be, el hallazgo más hablado sobre el 
origen de la letra es la historia de aquella hembra que, indignada 
por la presencia del hambre universal subrayó, harta de hombres 
herejes, siguiendo el hilo de su hipérbole: “Huy, huy, en honor a 
la verdad, si no habla ni suena frente a tantos hechos horribles, 
llámale Hache”. 


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CONDENA 


Esta noche no escribiré un cuento, no, aunque crea que es 
posible hacerlo: tengo anécdota, un principio lo suficientemente 
apasionado como para captar al lector, peripecias atractivas en 
cuanto al clima y la desmesura en el desarrollo, un final fantástico 
y previsible que emula el espeluznante siglo. 

Tampoco escribiré un poema, demostrado está mi estilo es¬ 
cueto, poco estimulado y estimulante para expresar tantos mun¬ 
dos venidos desde arriba y tantas veces vaticinado para venirse 
abajo. 

Escribir una carta sería un suicidio a medias, ¿quién leería 
una carta en estos tiempos angostos, sin jueces de toga a quien 
dirigirlas, ni distancias que justifiquen papeles volando sobre ma¬ 
res o selvas? 

Podría emprender diversas opciones literarias, ensayo por 
ejemplo, divagar sobre la combinatoria entre la fascinación y el 
rechazo hacia las letras, cómo afecta el afecto en las palabras ele¬ 
gidas, o la reiteración de comportamientos contradictorios en el 
curso efímero de su historia. 


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El teatro podría ser tal vez la forma más cercana a lo que 
intento expresar, una mediana manera de catarsis en un trans¬ 
formismo irónico. Elegiría la sátira, aunque también podría ser 
el drama, presentando personajes con monólogos concisos, ac¬ 
tos con escenas espectrales, escenografías donde lo tumultuoso se 
fuera diluyendo en el interior de los personajes, despojándose de 
todo, incluso del cuerpo, hasta caer el telón como una bandera 
blanca. 

La novela no la creo conveniente, porque casi nadie lee no¬ 
velas en este breve tiempo de imágenes; entonces, si la desarrollo, 
enlazada entre ficción y realidad, podría quedar trasnochada por 
tendencias neo-románticas, combatidas por mí hasta el cansan¬ 
cio. Cometería la imprudencia de colgarme con mi propio lazo 
y la protagonista sería capaz de aliarse con la crítica por dejarla 
abandonada en mitad del libro. 

Me quedan otros géneros donde incursionar, menores, lla¬ 
mados así por los mayores, texturizar un guión cinematográfico 
con epílogo feliz a pesar del todo, prosas humorísticas, “diverti- 
mentos”, aforismos, artículos periodísticos u otros ejercicios de 
los que se ocupa alguien que juega con la escritura igual que con 
la vida, como yo. 

Pero no voy a escribir nada, ya hay suficientes papeles api¬ 
lados en el cajón de mi escritorio sin clasificar aún y archivos 
nuevos en la máquina, con nombres impronunciables, que no 
esperan más que autoarchivarse. 

Observo la pantalla de ahora con la mirada de las diferen¬ 
tes herramientas que me acompañaron y me persiguen: el lápiz. 


84 


la lapicera fuente, la birome azul, la vieja Remington, la portátil 
Olivetti, la incipiente computadora, la PC y las laptop, todos úti¬ 
les que me acercaron a una página que nunca me dijo por qué 
tengo que decidir el nombre de lo que escribo para vivir la litera¬ 
tura como un hecho insalvable. 

No te voy a decir a ti, lector, lo que no se haya dicho ya 
en la intimidad del discurso, hay que hacerse a un lado, escribir 
breve y bajito, dejar que las letras se conformen entre sí para no 
romper el oído de las palabras. 

Esta noche no voy a escribir, no, no es necesario, el día de 
hoy ya fue y, por fin, este último minuto silencioso sobrevive a 
todas las condenas literarias, incluso a la mía. 


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INDICE 


El cuento interminable. 13 

Alternativa Auténtica. 19 

El placer de leer. 25 

Balance de una Batalla. 31 

Las huellas del gato. 35 

Una opción considerable. 39 

El espectro. 45 

Colección Casi Completa. 51 

La basura. 57 

El juicio final. 65 

La casa de mis abuelos. 75 

El silencio de la Hache. 81 

Condena. 83 















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"De la importancia del alfabeto, el alfabetismo y el acto de escribir 
nadie duda; de mi obsesión por las palabras y las letras en mi labor de 
editora y correctora, tampoco. Tal vez faltaría explicar que en diálogo 
con las palabras, en el oficio de la escritura y sobre todo en mi vínculo 
con las letras, he descubierto rasgos de su personalidad, 
características que las humanizan y las ubican al borde de la rebelión 
y la furiá—" 

Así comienza la poeta Melba Guariglia el prólogo a este volumen. 

La decodificación del lenguaje hasta llegar a la nuda letra parece 
uno de los hallazgos más inquietantes de la autora. Desde el origen 
de los signos, la escritura reinventa su condición mágica. En esta 
lúdica deconstrucción, las letras dejan de ser modestos 
instrumentos para convertirse en protagonistas cargados de 
significación. 

La escritura, siempre centro temático, aparece como añoranza en 
una mujer analfabeta que vive la mímica de escribir, en una joven 
poeta en la búsqueda del aval de los maestros o desde el otro lugar, 
el de la fascinación de la lectura, que lleva a los lectores a trascender 
una situación de terrible agresión del entorno. "Aunque parezcan 
relatos inocentes, no hay palabras inocentes", dirá Guariglia. Y 
finaliza en Condena su último texto: 

"No te voy a decir a ti, lector, lo que no se haya dicho ya en la 
intimidad del discurso, hay que hacerse a un lado, escribir breve y 
bajito para no romper el oído de las palabras y dejar que las letras 
(por sí solas) se conformen entre sí..." 

ISBN 978-9974-5 



9 789974 983 


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